Teatro

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«Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia»: La vieja fórmula repetida

«Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia»: La vieja fórmula repetida
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Rafael Álvarez «El Brujo». Javier Alejano. Festival de Teatro Clásico de Mérida. Del 18 al 22 de julio de 2018.

Cinco años llevaba El Brujo sin pisar las piedras del Teatro Romano. Para cualquier actor no es mucho tiempo; pero Rafael Álvarez no es «cualquier» actor. Sus últimas visitas a Mérida se han saldado con beneficiosos llenazos y sonoros aplausos. Son muchos los que se desplazan desde cualquier rincón de España hasta la capital extremeña solo cuando él está programado; no quieren ver otro espectáculo que no sea el suyo. Y él, ciertamente, no los defrauda. Hace sobre el escenario lo que su público, toda una legión, espera y exige. Da igual que se repita, que lleve años explotando la misma fórmula dramatúrgica o que, incluso, haga trasvases del contenido de unas obras a otras. Sus incondicionales no solo lo disculpan, sino que, en algunos casos, lo prefieren. Algunos esperan con impaciencia en cada función, sea esta la que sea, que llegue por fin tal o cual gag que ya conocen de sobra, y que, no por ello, deja de provocarles una feliz carcajada. Eso ocurre cada vez que cuenta, por ejemplo, la supuesta anécdota, relacionada con Conchita Montes, del cura de su pueblo; o cuando saca a relucir su parecido con Punset y con Einstein. Lo de menos es el fondo de la obra. Y eso es lo que le afean –o le afeamos– otros espectadores que aprecian de veras su indudable talento teatral, pero que echan de menos un poquito de riesgo o, simplemente, de variedad. Es bastante significativo al respecto que un estreno como este, de un actor de su talla, haya dejado de suscitar interés en la crítica. Y eso anoche se hizo patente: muchos compañeros de oficio prefirieron «ahorrarse» el viaje hasta Mérida, convencidos de que iban a ver lo mismo de siempre. Y, en cierto modo, no se equivocaron. Sileno, Prometeo, Dioniso, Sócrates, Heráclito, Anaximandro... o el propio Esquilo, que da título a la obra y que aparenta ser protagonista de la misma, emergen sobre el escenario en forma de simples alusiones, sucintas y dispersas –algunas no carentes de ingenio, eso sí–, sin llegar a erigirse nunca en verdaderos personajes del entramado argumental. Ni siquiera Edipo, que sirve a veces de hilo conductor, ocupa en realidad más de un cuarto de una función larga y deslavazada en la que El Brujo, como autor y director, se guarece tras el resultado de viejos chistes ya probados en obras anteriores.