«Luces de bohemia»: La fragilidad oculta de Max Estrella
Autor: Ramón María del Valle-Inclán. Director: Alfredo Sanzol. Intérpretes: Juan Codina, Paula Iwasaki, Jorge Bedoya, Chema Adeva, Ángel Ruiz, Jesús Noguero... Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 25 de noviembre.
Cualquiera hubiera pensado que Alfredo Sanzol asumía el encargo por parte del Centro Dramático Nacional de dirigir «Luces de bohemia» con la intención –sana para algunos y probablemente aviesa para los más puristas– de hacer una ingeniosa gamberrada que trasladase el particular humor de Valle-Inclán a un contexto más contemporáneo y menos deudor de la experiencia vital concreta del propio autor. Gamberrada que llevaría asociada, lógicamente, mucha reescritura del texto en el camino. Pero, sorprendentemente, no ha sido así. Excepto en un par de detalles –quizá algo efectistas y extemporáneos–, el aplaudido dramaturgo y director ha querido ser fiel lector del texto original en su propuesta y, más que en cualquier otra cosa, se ha concentrado en dar a los personajes una conveniente y convincente pátina de ternura que no habían tenido nunca los montajes que yo había visto hasta la fecha. Livianamente arropado por la escenografía de Alejandro Andújar, que se basa en el eficaz uso de los míticos espejos y, ya en la parte final, en el ataúd del protagonista, Max Estrella realiza su desquiciado peregrinaje por el sombrío Madrid de la bohemia con un ritmo ágil –más acorde a los nuevos tiempos que en otras ocasiones– y con el novedosísimo bagaje emocional que el actor Juan Codina aporta al personaje en su interpretación. Aunque tal vez está un poco «ido» en la escena de la conocida reflexión acerca de la «estética sistemáticamente deformada» de la vida, nunca había visto al protagonista de «Luces de bohemia» tan alejado de la altivez y la grandilocuencia con la que suele ser representado. Haciendo un gran trabajo, Codina humaniza al máximo el arquetipo para dejar ver mejor el alma de ese poeta ciego que apura el último trago de la vida con la desmesura propia del esperpento, pero también con la sincera emoción y la vulnerabilidad de un tipo cualquiera enfrentado al misterio insondable y caprichoso de la existencia. Siempre he creído que la verdadera dimensión trágica de esta obra reside, ante todo, en que los personajes se empeñan en mostrar una y otra vez, en cada uno de sus actos, la hermosura y la miseria que caracterizan, siempre juntas, la condición humana. Y eso queda patente, más que en ninguna otra, en esta función que dirige Sanzol, en la que se ha equilibrado la balanza con precisión para que la historia, sin perder su incómoda extravagancia ni su atmósfera etílica –tratadas, por cierto, con gran comicidad–, se torne a la vez más entrañable, más cercana, más comprensible. Y esto afecta no solo a Max Estrella, sino también el resto de los personajes, tratados todos –¡incluido el sereno!– con suma gracia y compasión, y algunos excelentemente interpretados por Chema Adeva, Jesús Noguero, Ángel Ruiz y Jorge Kent, entre otros.