«Shock (el cóndor y el puma)»: Así nos la colaron
Autores: Albert Boronat, Andrés Lima, Juan Cavestany y Juan Mayorga. Director: Andrés Lima. Intérpretes: Ernesto Alterio, Ramón Barea, Natalia Hernández, María Morales, Paco Ochoa y Juan Vinuesa. Teatro Valle-Inclán. Hasta el 9 de junio.
En su libro «La doctrina del shock», la periodista canadiense Naomi Klein defendía la tesis de que el modelo capitalista propugnado por el Premio Nobel Milton Friedman había logrado asentarse en distintos países y sociedades de Occidente no porque fuera el más deseado por la población, como se quería hacer creer, sino porque los valedores más poderosos de la economía del libre mercado habían sabido aprovechar las contingencias concretas de cada lugar para inocularlo discretamente. Ahora el director Andrés Lima, ayudado en la dramaturgia por Albert Boronat, ahonda en esa misma idea con este espectáculo, deslumbrante por momentos, cuya duración –bastante más de las dos horas y media que promete el programa de mano– excede el tiempo en el que podría haberse contado exactamente la misma historia.
Con un lenguaje muy personal, en el que se cruza de manera magistral lo simbólico que hay en la representación propiamente dicha con el material documental del que se va nutriendo la trama –expuesto de manera muy pertinente en las proyecciones de Miguel Ángel Raió–, Lima recorre la política chilena desde que Augusto Pinochet da el golpe de Estado contra Salvador Allende hasta su fallecimiento en 2006, abordando a las claras la inestimable ayuda –de la cual hay ahora abundantes pruebas– prestada al dictador por el presidente de Estados Unidos Richard Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger.
El director, que da a su trabajo un personalísimo y eficaz tono de tragedia cómica, y que da una verdadera lección en la forma de acometer algunas transiciones, muestra con originalidad escénica las distintas ramificaciones de esa política intervencionista de EE UU en otros países latinoamericanos –especialmente Argentina– y sabe conducir al espectador hasta una ventana bien abierta por donde entra el hedor del espionaje y la manipulación que la gran potencia norteamericana ha llevado a cabo en Occidente. Sin embargo, Lima comete el error de situarse a sí mismo algunas veces tras esa ventana para que el público se empape de su personal doctrina o punto de vista, lo que lastra una función que podría haber sido genial si, en cierto modo, no resultase en algunas escenas tan intervencionista como el modelo que critica. La trampa atañe exclusivamente al texto –sobresaliente solo en las partes escritas por Juan Cavestany y Juan Mayorga–, porque, en lo referente a la dirección, no hay un solo pero que poner a un trabajo verdaderamente talentoso e inteligente.