Crítica de cine

«The Equalizer 2»: El predicador asesino

«The Equalizer 2»: El predicador asesino
«The Equalizer 2»: El predicador asesinolarazon

Director: Antoine Fuqua. Guión: Richard Wenk. Intérpretes: Denzel Washington, Pedro Pascak, Ashton Sanders, Orson Bean. EE UU, 2018. Duración: 121 minutos. Acción.

En «The Equalizer 2», lo primero que vemos es a Denzel Washington leyendo «Entre el mundo y yo», carta poética de T-Neishi Coates en la que el autor le explica a su hijo lo que significa ser afroamericano en el siglo XXI. La lectura es significativa, como lo será la de «En busca del tiempo perdido» en el tramo final de la película, en el que John McCall, bondadosa máquina de matar disfrazada de conductor de Uber, regresa al hogar, devastado por el duelo, de su pasado para ajustar cuentas consigo mismo. Cualquiera diría que el cine «mainstream» más macarra pretende ponerse proustiano. Nadie le puede negar a Antoine Fuqua –o a Washington, que parece codirigir el filme desde esa cargante superioridad moral con que interpreta muchos de sus personajes– que apunta alto en sus ambiciones. Constantemente nos alerta de que la suya no es ni una película de acción ni una secuela al uso: lo que aquí se debate es, en general, cómo mantener tus principios en un mundo donde no hay buenos ni malos, donde la amistad se compra y se vende, donde la violencia depende de la ley de los mercados y el individuo ha perdido todo sentido de la ética, y, en particular, cómo hacerlo cuando eres negro y tu futuro está escrito en los márgenes de lo justo y lo correcto. Sin embargo, por muchas ínfulas pseudofilosóficas que Fuqua quiera insuflarle al relato, y por mucho que se invente un (absurdo, implausible) escenario apocalíptico para darle vida y color a un clímax final que parece una reducción pasada por agua del asedio al pueblo de «Los siete magníficos», el filme solo funciona cuando asume su pertenencia al subgénero de justicieros urbanos sin acogerse a vanas coartadas. Así las cosas, las escenas más divertidas no son, por supuesto, las que quieren tocar la fibra –la relación del chófer letal con el abuelito que fue víctima del Holocausto– o las que favorecen el sermón moral de John McCall –todo lo que se refiere al adoctrinamiento paternalista de su joven y descarriado vecino afroamericano– sino las que lo muestran como un castigador rompehuesos tan eficaz frente a los excesos de una pandilla de ejecutivos con complejo de Harvey Weinstein como en los forcejeos contra un villano con cara de pomelo mientras conduce un coche por las calles de Boston.

LO MEJOR

La escena inicial, de aroma jamesbondiano, o la de los ejecutivos pasados de vueltas

LO PEOR

Su cansino didactismo moral, encarnado por un actor con alma de orador