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El Thyssen visibiliza el realismo olvidado de Isabel Quintanilla

El Museo madrileño reúne noventa obras, algunas de ellas apenas conocidas o desconocidas, en una retrospectiva que recupera a esta pintora del grupo realista de Madrid

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A veces en la anécdota se eleva la categoría humana y aporta la clave del individuo, el artista o la obra. En 1971, Isabel Quintanilla quiso rendir tributo a su madre, una mujer que había enviudado anticipadamente cuando su marido, un hombre de conciencia republicana, murió en 1941 en un campo de concentración en Burgos. Desde ese año, ella sola había sacado adelante a sus dos hijas con los réditos que le procuraba el sencillo oficio de modista. Cuando la artista decidió que quizá había llegado el momento de inmortalizarla en un lienzo, en lugar de retratarla lo que hizo fue pintar su máquina de coser Singer. Seguía así los pasos de Van Gogh, que en 1888 decidió dibujar a su amigo Gauguin y lo que le salió fue una silla. La artista subrayaba de esta manera la verdad que el neerlandés ya auguraba con tanta sutilidad en aquel lienzo, que los objetos, lejos de resultar mera orfebrería cotidiana, son una adecuada metonimia del individuo, algo que sirve para glosarlo pictóricamente y, en ocasiones, mucho mejor que tomando prestadas de la realidad las facciones de su rostro.
Isabel Quintanilla daba así con la clave olvidada del realismo, donde lo importante jamás es lo que resulta de una mirada inicial, sino la evocación que procura, elevando así el mero manojo de flores, la bandeja abollada, la nevera que cierra mal, la porcelana de turno o la fruta de viveza marchitada a una estancia más elevada, a un plano donde habitan sentimientos de gama más alta, como el cuidado, la nostalgia, la tristeza, la ausencia, la pena, la belleza o el lento transcurso del calendario.
Uno de sus propósitos era la reconstrucción del lenguaje de la pintura figurativa desde la tradición española
«Homenaje a mi madre», procedente de la Pinakothek der Moderne de Múnich, es uno de los cuadros incluidos en la exposición «El realismo íntimo» que el Museo Thyssen Bornemisza dedica a esta pintora, uno de los grandes nombres de los llamados realistas de Madrid. Un grupo constituido por creadores como Antonio López, Francisco López Hernández (que fue el marido de Isabel Quintanilla) o Julio López, pero también por un puñado de artistas que han quedado más en segundo plano, pero que sin duda estaban a la misma altura que ellos, como son María Moreno, Esperanza Parada, Amalia Avia y ella misma, que, con toda probabilidad, es la que, de todos, poesía mejor técnica y virtuosismo, como recalca la comisaria, Leticia de Cos Martín, que ha estado tres años comprometida con la preparación de esta retrospectiva de Isabel Quintanilla.
Fotografía de Isabel Quintanilla pintando una de sus obras
Fotografía de Isabel Quintanilla pintando una de sus obrasMuseo Thyssen
Una muestra, que sin duda supondrá uno de los descubrimientos de la temporada para muchos, que reúne, entre pinturas y dibujos, noventa obras, algunas recuperadas después de décadas sin conocer su existencia o su paradero y que es una justa vindicación y una demostración de cómo se debe recuperar la figura de una artista femenina, a pesar, eso sí, de que el Museo Reina Sofía aún no tenga en su colección una sola pieza de ella, algo que según se dice, le dolía a Isabel Quintanilla y que es una deuda que esta institución aún no ha zanjado.
El discurso de la exhibición arranca con un impresionante autorretrato a lápiz de 1962 y su composición más antigua, titulada «La lamparilla», de 1952, que, en lugar de ceñirse al habitual tanteo de juventud de un estilo, posee todas las ménsulas de una declaración de intenciones. En esta pieza ya existe cierta inclinación por algunos de los temas que después reaparecerán a lo largo de su trayectoria, como el bodegón, percibido como una representación de aspectos humanos de mayor consideración y calado, y una vocación inquebrantable por apostar por la tradición pictórica española, desde Zurbarán hasta Gutiérrez Solana, una elección que le apartaría de seguir los pasos marcados por el informalismo y la abstracción, al tiempo que le conduciría a una propuesta revulsiva, a uno de los propósitos fundamentales que dirigirían su obra -y la del resto de autores que conforman este grupo- que es la reconstrucción del lenguaje de la pintura figurativa desde la tradición española, algo que había volado por los aires con las últimas corrientes artísticas.
El desafío era rehacer el léxico de las formas de la realidad, pero sin renunciar a las preocupaciones humanas. De ahí emergería una pintura, que a pesar de la etiqueta de hiperrealismo -que todos estos artistas han rechazado amparándose en que ninguno de ellos trabajaba con fotografías y tampoco empleaban las técnicas de este estilo-, apela en el fondo a una reflexión del ejercicio pictórico, pero sin orillar las preocupaciones más esencialmente humanas, algo que asoma en la selección de objetos que componen estas naturalezas muertas, compuestas por objetos vinculados a amistades próximas o parientes: el reloj del padre, la cerámica de una amiga o una escayola que alude a la pareja.
«Ventana con lluvia», de 1970, un cuadro que muestra la factura técnica de la artista y que respira melancolía
«Ventana con lluvia», de 1970, un cuadro que muestra la factura técnica de la artista y que respira melancolíaMuseo Thyssen / Isabel Quintanilla
Junto a su marido, el escultor Francisco López Hernández, del que se han traído dos estatuas que representan a Isabel Quintanilla, emprendería pronto su aventura artística. Ella había mostrado una enorme precocidad en el dibujo y desde temprano asistiría a clases para adultos. A los quince aprobaría el examen que le permitiría ingresar en la Academia de San Fernando. La pareja, una vez aprobado este periodo, viajaría a Roma, donde él había conseguido una beca, ciudad donde además trabarían amistad con el arquitecto Rafael Moneo (alguna de sus edificaciones salen en los cuadros de ella). Ahí, ella iría desbrozando su estilo hasta encontrar las líneas singulares que lo definen y encontraría, aparte, ciertos gustos particulares, como el rojo que había descubierto en la pintura mural romana -patente en «Jardín» (1966)-, su inclinación por los espacios que proporciona la intimidad, las habitaciones o los jardines (su espacio abierto favorito).
Desde el principio estaría presente su obsesión por los cambios de luz y sus reflejos, y eso explica la presencia de vasos Duralex en su obra, el tipo más repetido en sus cuadros y dibujos. Los reflejos y desviaciones que procura el cristal suponía una enorme motivación a esta artista que muy pronto encontró reconocimiento, aunque no en España. Ernest Wuthenow, fundador de la galería Juana Mordó, la promocionaría en Alemania y en este país, de hecho, en sus museos o en colecciones privadas, se halla un alto porcentaje de su obra, que siempre está marcada por la alusión a un posible relato, como sucede en «Nocturno» (1988). A través de sus lienzos, que en ocasiones son de una valiente composición -se atreve a romper con las habituales perspectivas-, pueden entreverse las estancias que ordenaron su existencia, ya sea a través de los estudios compartidos, con Antonio López o con Moneo, o sus distintos domicilios en Madrid. Allí delineó una pintura realista, pero de una enorme profundidad evocativa, donde lo más real no es lo que se ve, sino la impresión que transmiten los dibujos y pinturas.