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Urtain, un ídolo con los pies de barro

Tongos, alcohol y boxeo. Una biografía recorre la vida de púgil vasco, marcada por la muerte de su padre, los posibles amaños que ensombrecieron el inicio de su carrera y una decadencia final propia de una novela

Urtain, un boxeador de pegada dura y vida dramática
Urtain, un boxeador de pegada dura y vida dramáticalarazonLa Razón

Hay hombres inverosímiles. Tipos que parecen un mito y que cuando se descubre que no lo son, que están hechos de carne y hueso, solo provocan estupefacción y una mirada de asombro. José Manuel Ibar, Urtain, parece extraído de una drama decimonónico. Pertenecía a esos individuos sin escapatoria, abocados desde su nacimiento a cumplir con un destino que en ningún momento han elegido. Es como si la vida llevara la cuenta de sus días en lugar de ser él quien llevara la cuenta de su vida.

Escondía en los puños una pegada megalítica, telúrica, como de tiempos remotos, pero sus piernas carecían de ligereza y sus caderas poseían una agilidad mineralógica. No sabía boxear -y lo que es peor, desconocía por completo los entresijos que se movían en el negocio de las dieciséis cuerdas-, pero, en cambio, contaba con el valor que no reunían otros.

Sin sumar ninguna experiencia, con los escasos rudimentos que adquirió en un entrenamiento insuficiente, y privado de talento natural para el noble arte, tuvo las agallas de subir a un cuadrilátero, un lugar tan amistoso como un accidente automovilístico. «Es como el protagonista de una tragedia griega. Un héroe literario, muy narrativo. Llega hasta lo más alto sin proponérselo. Es impulsado por unos y otros, y por su propio carisma, que lo tenía, para luego afrontar una decadencia que es cruel, abrupta y salvaje por todo lo que hace después de retirarse del boxeo. Él mismo va persiguiendo el fantasma del propio Urtain, el que fue, el que tuvo éxito, pero que nunca llega a encontrarlo después de bajar del cuadrilátero», explicar Felipe de Luis Manero, autor de «Urtain. Retrato de una época» (editorial Pepitas de calabaza).

La búsqueda de un mito

Un libro que no saca solo el perfil biográfico del luchador, sino que esboza el retrato de una época que todavía estaba bajo el palio de Franco, que, desde El Pardo, soñaba con rememorar las gestas de Paulino Uzcudun, un nombre que había adquirido muy pronto la etiqueta de mito y que solo besó la lona ante Joe Louis. «A franco no le gustaba tanto el boxeo, pero todo el mundo añoraba a Uzcudun. Todos querían alguien bueno en la categoría de los pesos pesados. Franco no descartó la búsqueda de un boxeador de esa naturaleza, pero en ningún momento dio una orden. Más bien como que sugería la idea». Pero al lado del dictador estaba Vicente Gil, presidente de la Federación Española de Boxeo y médico permanente de Franco. «Él sí tenía contactos con la gente de boxeo. Uno es Almanzor, que llevaba buscando desde hace tiempo a alguien como Uzcudun. De hecho se lo propone padre de Julen Lopetegui, pero este dice que no».

Este es el momento de Urtain, un hombre que había destacado como levantador de piedras, un deporte en el que había alcanzado un enorme prestigio y que había ligado su nombre al de una persona con una fuerza proverbial, única. Algo que lo convirtió en un candidato ideal para intentar reemplazar al viejo campeón sobre la tarima. Un intento que terminó convirtiéndose en una narración digna de las mejores novelas de Budd Schulberg. «Está claro desde el principio que es bastante difícil que una persona que empieza a boxear con 24 años a nivel de élite tiene complicado que vaya a dar los réditos que él, sin embargo dio», comenta el autor para referirse a la sombra de posibles amaños que ensombreció la primera parte de su carrera.

¿Un arranque amañado?

«Hay dos mitades en la trayectoria de Urtain -prosigue-. Hay rivales de poca monta en esta parte de su trayectoria. Algunos ni siquiera han combatido, algunos tenían indicaciones de dejarse caer lo antes posible... A su alrededor está siempre la sombra del amaño. Ese apagón que hubo en un polideportivo que le permitió recuperarse en un momento difícil de un combate parece que estaba pactado. Él mismo, en una entrevista posterior, recuerda ese apagón. Asegura que creyó que era un bromista, que no tenía que ver con ningún amaño. No sé si lo hubo o no, pero desde luego esto era bastante habitual en el boxeo norteamericano. La gran duda que pende sobre su biografía es si sabía que esta primera mitad de su carrera estaba dirigida. Parece que no lo sabía, pero hay momentos en que también parece que era consciente de eso».

Pero el propio Felipe de Luis Manero se apresura a señalar que existe «una segunda etapa en la que digamos empieza a ser un boxeador de verdad y, también, empieza a perder. Ahí ya no hay posibilidades de amaño, pero se le ven las costuras a su boxeo. Hay que tener en cuenta que ha empezado tarde a boxeary que tiene poca técnica, pero, poco a poco, va haciéndose boxeador. Al final, era bueno, aunque no para ganar campeonatos de Europa. Ahí es justo cuando comienza a ser derrotado y al final tiene que retirarse a los 33 de años».

Un duro final

Urtain, del que han filmado documentales, se han escrito obras de teatro y del que aún se habla con admiración, poseía, sin embargo, un rasgo que pocos apreciaron. Era una buena persona. Alguien del que resultaba complicado hablar mal. Sus errores personales, las fallas interiores que le empujaron a acometer la existencia con el desorden de una brújula desimantada, no impedía que tuviera un fondo de bondad. «Era muy fuerte por fuera, pero moldeable y frágil por dentro. Se mete en el mundo del boxeo sin saber boxear y sin saber cómo funciona. Le montaron un gimnasio para empezar a entrenar y parece al inicio que esos gastos corren a cuenta de otro, pero cuando él empieza a ganar dinero, se le dice que hemos ganado tanto, pero que también hemos gastado este otro dinero en el sparring, al que se invitó a cenar, al final. La verdad es que recibía menos de lo que suponía que tenía que recibir, pero eso no quiere decir que no ganara dinero, aunque desde luego mucho menos del que le correspondería. Él siempre era de los últimos en enterarse de muchas cosas».

El final de Urtain parece escrito por un dramaturgo: «En la recta final le salieron mal varios negocios. Lo de ser portero de discoteca, le mina, por ejemplo. De alguna manera hace mella en él. Y no hay que olvidar que va desarrollando un alcoholismo que es una enfermedad grave para quien la padece. Quería abrir un restaurante, pero está ahogado en alcohol. La convivencia con Marisa, con la que fue feliz, se hace insoportable. En algunos momentos de su carrera tuvo melancolía, tristeza. Algunos lo notaban, pero cuando vino a Madrid se sintió muy solo. El detonante fue que su mujer se va con sus hijos. Entonces se siente solo y arruinado. Estaba mal de dinero, y eso influye». Este último asalto no lo superó. Herido por mil traiciones y los sinsabores propios que deja la vida, Urtain decidió, entonces, tomar la solución más radical de todas. Comenzaba su leyenda.