
Afición
El beticismo, una pasión de cuna
La primera final europea del Betis ha ratificado la devoción de una afición nómada y hereditaria. La marcha de más de 12.000 béticos hasta Breslavia empezó el lunes

No traten de entenderlo. Ser bético es una carrera de fondo, un rasgo de personalidad que heredas y moldeas entre lamentos y esperanzas. Es un ejercicio de paciencia que, domingo a domingo, se va educando hasta saborear cada victoria como quien lo hace por primera vez. Aunque la de hoy sí es una primera vez. El Real Betis Balompié se enfrenta a su primera final europea. El Estado Municipal de Breslavia acoge el encuentro contra el Chelsea en el que se jugarán el título de la Conference League. Y los nervios están a flor de piel. No es el propio un caso único cuando estos partidos recuerdan a padres, tíos y abuelos. A ese perenne «con el Betis nunca se sabe», a esos pasos que resonaban a uno y otro lado del pasillo familiar por la imposibilidad de ver los últimos minutos del descuento. Daba el periodista Manuel Fernández de Córdoba en la diana cuando se refería a esa pasión llamada Betis, que va «de padres a hijos, de abuelos a nietos». Una afición de cuna.
El beticismo es un movimiento más allá de las fronteras, incluso de la literaria. Escribía Camilo José Cela en «Viaje al Pirineo de Lérida» sobre aquellos andaluces de Bossost que dejaron sus orígenes en busca de jornales más decentes. En su café central, «entre el humo alimenticio del tabaco negro, se entona la apología del Betis ‘‘¡viva er Betis, manque pierda!’’». Se refería el autor a un grito universal que va más allá de la provincia de Sevilla, se esparce por España y también por el mundo. No sólo por los cientos de peñas, sino ante todo por el nomadismo de su afición. Esa definida como «Marcha Verde» que no deja a su equipo a solas en ninguna ocasión, que viaja con camisetas «verdiblancas» bajo una fe ciega que anima a su equipo, pase lo que pase. Recuerda José León, presidente del club en tres ocasiones, cómo los béticos siempre han estado por todas partes, incluso durante sus años en Segunda y Tercera División. Cómo esa ilusión «verdiblanca» es creciente, «se mete en la sangre, y no hay quien la pare».
Ya están en Polonia. Desde este lunes comenzaban los itinerarios de los más de 12.000 béticos que viajan hasta Breslavia, con gran expectación ante las estrategias de Pellegrini y la dupla de Isco y el ya bautizado Antony de Triana. Manolo y Juan, junto a sus padres, volaron de Málaga hacia Brno, donde cogieron un coche hasta poder aparcar en Breslavia. Curro y su hijo lo hicieron desde Sevilla hasta Barcelona, después Praga y, por último, un coche hacia la final. Otros han pasado por París, Poznan y, por último, la final. Cualquier opción es válida si el destino es el de animar a un club que nunca se ha sentido solo, ni en las malísimas. Que se mantiene vivo porque conecta con los que ya no están y se agradece a quienes nos lo han inculcado.
El color de la esperanza es el verde. No debe ser casualidad. No fue fácil la espera a que llegase el gol decisivo de Dani en la final de la Copa del Rey de 2005 –también marcó, por cierto, ante el Chelsea otro decisivo en la fase de grupos de la Champions–. En 2022, lidiamos con unos interminables penaltis en la misma competición que, afortunadamente, también trajeron lágrimas de victoria. El Betis, sea en partidos de Liga o en choques definitivos por los títulos, es eso: es sufrimiento, es a ratos desesperación, pero muchas otras es celebración. Y cuando esto último ocurre, es emocionante. Es orgullo por un equipo que, sea por el vínculo familiar o por el aire que se respira entre el Guadalquivir y la Palmera, siempre mantiene al bético bajo una profunda e inacabable devoción.
Ahora, Real Betis, no falles a la Marcha Verde. Nosotros nunca lo haremos.
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