Fallece Di Stefano
El más grande de todos
Lo he escrito tantas veces, que lo escribiré una vez más. Alfredo di Stéfano, para mí, ha sido el mejor futbolista de todos los tiempos. –¿Más que Pelé? Pelé era elegante. Alfredo, estajanovista. Pelé era el David Niven del fútbol: gentil, dúctil, creativo. Di Stéfano era omnipresente. Aparecía por todas partes, nunca desaparecía. –Dos seres omnipresentes, me dijo una vez don Santiago Bernabéu. Dios en este y en el otro mundo y Di Stéfano en el mundo del fútbol. Genéticamente, Alfredo en el cerebro tenía en forma de neuronas un balón.
–Alfredo –le pregunté una vez–, ¿qué es lo que más le gusta después del fútbol? La mirada de Di Stéfano era seca, incluso hostil en ocasiones.
–Otra vez el fútbol.
Sin haber estudiado filosofía, Alfredo era filósofo. Ahora se habla mucho del «¡ganar, ganar y ganar!» de Luis Aragonés. Se ha olvidado que Di Stéfano decía: «El fútbol es meter el balón en la red una y otra vez y cuantas más veces, mejor». El KO del fútbol es golear al adversario. Don Santiago Bernabéu, que era también filósofo, de Almansa, admiraba en Di Stéfano dos cosas: «Le gusta el fútbol más que a mí y me gusta su genio de malas pulgas». Con él, lo reconozco, tuve una relación de amistad y admiración. Yo era amigo suyo: lo admiraba. Ser amigo suyo no era sencillo. Admirarme, como es lógico, nunca me admiró ¿Me consideró amigo? Un poco tal vez, mucho no. Hubo un momento, sin embargo, en que sí fuimos amigos. Un día Televisión Española, hace de esto más de 30 años, me encargó el guión y la realización de su vida en capítulos. Di Stéfano estaba ya retirado de todo. Aceptó. Lo pasamos bien. Descubrí de pronto a un Di Stéfano abierto, ingenioso, divertido.
–Antes no eras así, o yo no te vi nunca así: jovial, jocoso. Sonrió con los ojos. «Qué raro», me dije.
–Yo he sido siempre así, como me ves ahora– y me guiñó un ojo. Viajamos a Nápoles para hacerle una entrevista a Maradona. Maradona, apenas verme, me soltó la mar de simpático:
–La entrevista se la concedo a Di Stéfano, no a usted. Di Stéfano rechazó mi guión: «Yo sé lo que tengo que preguntarle». Supongo que la tendrá archivada Televisión Española. De regreso en el avión me dijo:
–Qué pena que no nos conociéramos antes como nos conocemos ahora. Debo recordar también a Kubala. Coetáneo de Di Stéfano. El Barça era Kubala y el Real Madrid, Di Stéfano. Con Kubala sí tuve amistad. Hicimos juntos el Mundial de Chile, él como comentarista de «La Vanguardia Española» (entonces era española; hoy no, qué se le va a hacer), yo como periodista de TVE y «Pueblo». En Viña del Mar, donde jugó España la fase de grupos, dormíamos en la misma habitación Kubala, Juan José Castillo («El Mundo Deportivo») y yo. Tres amigos y un Mundial. Una noche, hablamos de Di Stéfano los tres. Le pregunté a Kubala:
–¿Qué opinión te merece Di Stéfano como futbolista? De verdad. Kubala, hay que decirlo ya, era entrañable. Lo era por razones plurales: persona excelente, generoso dinerariamente con sus compatriotas exiliados, amical a tumba abierta. Me contestó:
–Es más que yo, Miguel.
–¿Más que tú?– exclamé
–Hace más cosas que yo y se le ocurren más cosas que a mí. Yo soy otra cosa –y sonriendo–, muy bueno también, ¿no? e interrogándome con el gesto y con otras cualidades, ¿no crees? Juan José Castillo, el de «entró, entró» como comentarista de tenis en TVE, y estupendo compañero y periodista, refrendó la señorial opinión de Kubala:
–Es verdad lo que dice Kubala. Di Stéfano es un «animal casi racionalmente perfecto» como futbolista. ¿Sabéis lo que me gusta de él? Que cuando se viste de futbolista, se viste también de «cabreado». No es que sea perfecto jugando al fútbol, es que juega al fútbol cabreado. No he visto a nadie como él. Se cabreaba, sí. En la final de la Copa de Europa, en Escocia, entre el Eintracht y el Real Madrid, el favorito era el Madrid. Sin embargo, insólitamente, se adelantó en el marcador el equipo alemán. Di Stéfano, más cabreado que una tribu de monos cabreados con Tarzán, puso el balón en el centro del campo y gritó pasándole la pelota: «¡Corre, Gento, corre, que corras!» Oyó el grito todo el estadio. Corrió Gento, centró hacia atrás y «Cañoncito, Pum», esto es, Puskas, empató. Saporta era el interlocutor, a veces, entre Di Stéfano y el pensamiento «cabreado» de don Santiago (cuando se cabreaba, don Santiago era como Di Stéfano. O peor). Con Raimundo tuve una relación de teléfono y amistad un día sí y otro también. Me llama una noche y me ruega: «Miguel, hoy, con lo que has publicado has cabreado a don Santiago y a Di Stéfano. Anda, por favor, descabréalos mañana. Puedes hacerlo y don Santiago se pondrá contento. Sabes que te quiere y que le apena, como él dice, que con lo que te quiere, seas del Atlético». Don Santiago era otro fuera de serie. Las tres columnas del histórico Madrid de las cinco Copas de Europa: don Santiago, Saporta y Di Stéfano. Irrepetibles: don Santiago, dirigiendo, presumía de haber jugado 16 años en el Madrid gratis, sin cobrar nada. Saporta, templando gaitas: el diplomático. Y Di Stéfano, el más grande de todos los tiempos.
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