Río 2016
Los juegos del hambre
«Envidiado especial», cuántos países recorridos, qué amalgama de experiencias. Otros mundos, otras gentes y otras culturas, aunque la población intrínseca de unos Juegos permanece invariable. Caras conocidas y nombres olvidados; ocurre con compañeros de otras latitudes, pese a las hazañas compartidas. Esta cara me suena, ¿y el nombre? Sucede incluso con los deportistas, aquellos cuyas especialidades relucen en todos los medios una vez cada cuatro años, siempre en los Juegos, o en ocasiones esporádicas, o en los Mundiales, porque el fútbol arrasa. Sucede así que al pasear por la Villa, a la caza y captura de un bocado, el idioma español, sin acento, nos acerca.
Estilizada y felina, Aauri Bokesa, la campeona de España de 400, y Caridad Jerez, de 100 vallas, también fibra y menos risueña, se dirigen al cajero automático, nos encontramos y nos saludamos. Muac, muac. Están encantadas; entrenamiento por la mañana y a ver partidos y competiciones por la tarde. «Yo me quedaría aquí todo el año», dice resuelta y convencida Caridad. ¿No es monótono? «En absoluto». Están bien, las incomodidades del primer día son historia, que sólo las ganas de competir despiertan en ellas un punto de ansiedad.
Mi ansiedad es de otro tipo. Lo detectan. Alzan las cejas, esperan la pregunta: «Aparte del chiringuito de las hamburguesas, ¿hay otro sitio por aquí para comer?». No es que descarte el bocado americano por antonomasia, es que hay una cola muy superior a mi apetito. O eso o el «mercadinho» de primeros auxilios con galletas y demás. Ellas comen en el restaurante de la Villa, allí donde la entrada está vedada al periodista. Lástima. Mi reino por un bocata de calamares. Rebajo conscientemente las expectativas: un sándwich mixto. Ni eso.
Lo de comer, con los horarios cruzados entre Brasil y España, es complicado. O se hace a salto de mata o recurrir a Suzanne Collins y a Jennifer Lawrence para superar estas ominosas pruebas de estos «Juegos del hambre». Pero, ojo, que todo no va ser culpa de la organización más desorganizada. Sí lo es que el día de la ceremonia de apertura en Maracaná sólo quedaran palomitas para comer desde una hora antes del comienzo. ¿Falta de previsión? ¿Incapacidad? Pues con un cucurucho de palomitas cerramos el día desde el desayuno. Ni más ni menos. En otras instalaciones ocurre igual.
Esto de comer, una costumbre más que occidental, no sería un problema si los transportes funcionaran. Los autobuses que llevan a los periodistas sólo hacen ostentación vergonzosa del aire acondicionado: entre 14 y 17 grados centígrados. Con el frío encoge el estómago y quién sabe si la hambruna lo acusa. Trayectos interminables, atascos y pérdidas de tiempo, pero no de apetito. Y así, un día tras otro sin comer. Las palomitas, ese consuelo, «bocatto di cardinale».
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