Editoriales

Hay que despolitizar ya la Justicia

En la renovación del CGPJ orbitan cuestiones como el desafío independentista catalán o la deslegitimación del régimen democrático que exigen mucha más responsabilidad en los populares que el habitual intercambio de nombres.

09/09/19. MADRID. SEDE DEL TRIBUNAL SUPREMO. APERTURA DEL AÑO JUDICIAL.CARLOS LESMES, PRESIDENTE DEL SUPREMO
09/09/19. MADRID. SEDE DEL TRIBUNAL SUPREMO. APERTURA DEL AÑO JUDICIAL.CARLOS LESMES, PRESIDENTE DEL SUPREMOCipriano PastranoLa Razón

Le asistiría toda la razón al presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, cuando insiste en urgir al Parlamento a que cumpla con lo establecido por la legislación y aborde la renovación del órgano de control de los jueces, que lleva en funciones desde el 4 de diciembre de 2018, si no fuera porque en la ecuación entran algunos factores de carácter político que sólo desde la hipocresía es posible obviar. Nos referimos, por supuesto, a la desconfianza que suscita en el principal partido de la oposición la dependencia del actual Ejecutivo de unos actores parlamentarios que han dado muestras más que suficientes de su nulo respeto por la independencia del Poder Judicial y las sentencias de sus tribunales o que, como en el caso de Unidas Podemos, tienen un concepto bolivariano de la Justicia, que sería poco más que un instrumento del poder popular para llevar a cabo la transformación social.

Por supuesto, nada de esto entraría en juego si la clase política española hubiera creído en la despolitización de la Justicia y entregado a los jueces y magistrados la potestad de gobernarse por sí mismos. Pero no. Bajo la creciente influencia de la izquierda, España adoptó el actual modelo que, a la postre, no es más que la expresión de la alergia del poder político a la independencia real de las demás instituciones del Estado. Dicho esto, porque no cabe a estas alturas de la partida caer en angelismos, lo cierto es que hay que jugar con las reglas en vigor y afrontar una renovación del CGPJ y de una parte de los magistrados del Tribunal Constitucional que se presenta muy condicionada por la fragmentación del espacio político y la desconfianza mutua de las principales formaciones parlamentarias. No es que no existan precedentes, porque ya hubo un CGPJ, el que presidió Francisco Hernández, que se extendió desde 2001 a 2008, por la misma falta de acuerdo entre el PP y el PSOE, pero, en esta ocasión, orbitan cuestiones como el desafío independentista catalán o la deslegitimación del régimen democrático surgido de la Transición que exigen mucha más responsabilidad en los populares que el habitual intercambio de nombres, supuestamente, más o menos cercanos ideológicamente a quienes les proponen.

Y si, como parece, Pablo Casado y Pedro Sánchez han dado un espaldarazo a las negociaciones de renovación, cabría esperar de ambos líderes, que cuentan con el apoyo de las tres cuartas partes del voto ciudadano, que se avinieran a pactar un CGPJ en el que primara por encima de cualquier consideración partidaria el principio de la separación de poderes. Es decir, la búsqueda de la excelencia profesional y técnica, que abunda en la Magistratura y en el mundo del Derecho, y que, sin duda, redundará en la eficacia de nuestra Justicia y en la percepción social de su independencia, demasiadas veces cuestionada.

Pero es que, además, este impasse que dura ya año y medio está dificultando la renovación de otros órganos judiciales –hasta veinticinco–, entre los que se encuentran las presidencias de dos salas del Tribunal Supremo. Si el acuerdo entre el PP y el PSOE no llegara a producirse en un tiempo próximo, tal vez, en noviembre, lo lógico sería que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, retirara su actual oposición a que el actual CGPJ en funciones llevara a cabo los nombramientos pendientes, actitud que nos hace sospechar de la intención gubernamental de influir en los distintos procedimientos. Por último, tanto Casado como Sánchez deben sustraerse a las presiones del resto de los partidos si quieren que el próximo Consejo no acabe siendo un trasunto de la aritmética parlamentaria. Lo ideal, por supuesto, sería reformar el sistema en el sentido garantista de la independencia judicial al que antes nos hemos referido. Pero no hay tiempo y, tampoco, creemos, voluntad política para hacerlo.