Editoriales
Un abuso que se explica desde la soberbia
Estamos ante una flagrante demostración de hostilidad política contra Madrid»
Por si faltara algo a la exhibición de prepotencia de un Gobierno con serios problemas a la hora de enfrentarse la verdad, también salió a la palestra el ministro del Interior, juez de profesión para más señas, Fernando Grande Marlaska, con su despliegue de policías y guardias civiles, en un remedo caricaturesco del crucero «Piolín», fondeado en el estanque de la madrileña Casa de Campo. Superflua sobreactuación, casi insultante, dedicada a una población, la que vive en la Comunidad de Madrid, siempre respetuosa con la leyes por más que tenga, mayoritariamente, criterios políticos propios que no siempre coinciden con el evangelio que emana desde La Moncloa.
Con todo, lo peor de la infamia ya había sido protagonizado por el ministro de Sanidad, el filósofo Salvador Illa, con una afirmación radicalmente opuesta a la verdad, en la que acusaba al Gobierno autónomo madrileño de pasividad ante el rebrote de la pandemia de coronavirus. Prácticamente, ninguna de las afirmaciones del ministro responden a la realidad, como demuestran los datos epidemiológicos de la región, descrita por los medios gubernamentales como una «bomba vírica», pero se trata de una cuestión menor frente a la enormidad de un abuso que no puede explicarse más que desde la soberbia, y no sólo política, de quien se mantiene al frente del Gobierno merced al apoyo de algunas de las formaciones más extremistas y excluyentes que ha albergado el Parlamento español desde la Transición.
No es cierto, ahí está la cronología reciente para comprobarlo, que desde el Ejecutivo se haya mantenido la debida lealtad con el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Ni en el fondo ni en las formas, en una flagrante demostración de hostilidad política de unos gobernantes que no han vacilado a la hora de sembrar dudas, expandir rumores malintencionados y devaluar la actuación de las autoridades sanitarias madrileñas, que, como al resto de las comunidades, se las dejó a su suerte y a sus medios en los peores momentos de la pandemia, cuando el ministro de Sanidad y su equipo de gestión centralizada se demostró incapaz de adquirir los medios de protección que necesitaban médicos y enfermeras.
El mismo gobierno que trató con vergonzante sordina la hazaña que supuso levantar el hospital de Ifema, monumento a la solidaridad y el trabajo de la sociedad civil, y que alienta desde la trastienda del poder las maniobras para derrocar a Díaz Ayuso mediante una forzada moción de censura. Lo que estamos viviendo, y no incumbe sólo a una comunidad autónoma, es una desviación del poder político de una gravedad inocultable, por cuanto discrimina a los ciudadanos en función del sentido del voto. Un abuso que retrata una manera de entender la política más propia de otros tiempos y otros lugares.
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