
Editorial
Desgaste diplomático en la porfía del catalán
El problema fundamental es que en la UE las tribulaciones personales del jefe del gobierno español carecen de importancia, mucho más cuando España ha abierto dos frentes «molestos» con el rearme militar y su campaña para romper el acuerdo de asociación con Israel.

Las formas y usos en la Unión Europea, al menos en la esfera pública, tienden a la ambigüedad y a las buenas palabras cuando se trata de rechazar las propuestas de uno cualquiera de los socios que no convenzan a la mayoría o que, por diversas razones, provoquen rechazo en otras capitales, con circunstancias políticas muy determinadas. Es lo que está ocurriendo con el empeño del Gobierno en hacer cooficial en Bruselas el idioma catalán para el que, no importa qué país presida el semestre, nunca hay un momento propicio para llevarlo a votación en el pleno del Consejo de Asuntos Generales.
En esta ocasión, las buenas palabras venían de la representante danesa, que ejerce la presidencia del Consejo, en el sentido de que se iba a debatir la propuesta española, aunque dando por sentado que todo quedaría en ese punto. Por supuesto, detrás del amable escenario, entre bastidores, nuestros representantes diplomáticos se desgastan frente a unos colegas que reaccionan mucho más directamente cuando el asunto les incomoda, como está sucediendo, especialmente, por la insistencia, con veladas advertencias, que marca la actuación del Ministerio de Asuntos Exteriores, ciertamente, bajo la presión de La Moncloa y su compromiso de investidura con Carles Puigdemont.
O dicho de otra forma, ante la necesidad perentoria de Pedro Sánchez de trasladar a Junts la sinceridad de su porfía con los socios comunitarios por hacer oficial el catalán –también el euskera y el gallego– en las instituciones europeas. El problema fundamental es que en el Consejo las tribulaciones personales del jefe del gobierno español carecen de importancia, mucho más cuando España ha abierto dos frentes «molestos» con la financiación del rearme militar y su campaña para romper el acuerdo de asociación con Israel, que, dicho sea de paso, también responden a circunstancias domésticas españolas, como el acuerdo de gobierno de los socialistas con la extrema izquierda. No se trata de dividir, como en Eurovisión, a nuestros socios en países «buenos y malos con España», porque las causas del rechazo son múltiples y variadas.
Tienen que ver con las dudas sobre el encaje jurídico de la propuesta –dado que se trata de lenguas que sólo son oficiales en una parte del territorio español, es decir, no son cooficiales en sentido estricto, como sucede con el gaélico, por poner un ejemplo–, pero, también con el coste de la medida, calculado en 130 millones de euros anuales que nuestro Gobierno se compromete a sufragar en exclusiva, pero que abriría la puerta a otras peticiones con la financiación sin determinar. Por supuesto, desde el Ministerio se afirma que todo va muy bien y que se ha avanzado un paso más, lo que nos parece un exceso de optimismo, sobre todo, cuando el secretario de Estado para la UE, Fernando Sampedro, se empeña en señalar a los «malos socios».
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