Crítica de cine

El cuerpo del delito

Dirección: Nuri Bilge. Guión: E. Ceylan, N. Bilge y E. Kesa. Intérpretes: Muhammet Uzuner, Yilmaz Erdogan, Taner Birsel. Turquía-Bosnia-Herzegovina, 2011, Duración: 157 minutos. Drama.

El cuerpo del delito
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Durante la primera hora, no hay bastones donde apoyarse. Los personajes están tan lejos que nos asalta la tentación de pensar que la película no va a ser un cuento fácil, como podría sugerir irónicamente su título. Que el relato va a sustentarse en un pretexto, lo que Hitchcock llamaba «macguffin», para desarrollar una deriva por un paisaje áspero y misterioso. Como en «Pero, ¿quién mató a Harry?», el «macguffin» es un cadáver. Aquí no se trata de buscar culpables, porque los que cometieron el asesinato, borrachos, están en el asiento trasero de un coche intentando encontrar para la Policía, el fiscal y el médico forense que los acompañan, dónde demonios enterraron el cuerpo del delito. Un intento, y otro, y otro, no son suficientes para localizarlo. Las conversaciones se suceden, rodeando el conflicto sin aclararlo. El tiempo real hace que la noche pese, que los errores de los presuntos culpables pesen, que la espera banal pese. La película de Ceylan no es de fácil digestión, como no lo era «Zodiac», otro «polar» hipnotizado por el proceso, por los enigmas abiertos. Si para Fincher el asesino del Zodiaco era una sombra digital, escurridiza, en un mundo analógico, para Ceylan el cadáver de marras es una huella, los posos de café donde una comunidad se mira para luego esconder sus esqueletos en el armario. Por mucho que creamos que, en una primera lectura, habla de la burocracia en un país ineficaz o la insensibilidad ante la muerte de una pandilla de tecnócratas, el cineasta turco, tan propenso a los estudios existencialistas (ver, si no, «Los climas» y «Tres monos»), parece proponernos, sobre todo en el último tercio del filme, una inteligente y nihilista reflexión sobre la configuración moral de la verdad y sobre la necesidad que tiene el ser humano de quedarse con una de sus versiones, incluso cuando ocupa cargos o profesiones que se dedican a certificar su existencia. Como Antonioni, con quien se le ha comparado, Ceylan cree en la ambigüedad, en la falta de respuestas, y, al final, es el espectador quien ha de rellenar huecos. Huecos que, magia potagia, no sabe ni siquiera si existen.