Coronavirus
Sin último adiós: La despedida que el coronavirus les arrebató
Hoy, a través de LA RAZÓN, los familiares que no se pudieron despedir de los suyos les escriben las palabras que les hubiera gustado decirles antes de morir. Éste es su homenaje
El desgarro que produce una muerte es inherente en sí al concepto de la pérdida, a no ver nunca más a quienes queremos, con quienes hemos compartido vida y anhelos de futuro. Pero cuando esta separación final se produce sin un abrazo, sin el consuelo a pie de cama, sin esa mano apretada que transmite más que decenas de palabras, el dolor es insoportable y la locura se apodera de una mente incapaz de gestionar tanta desesperanza. Las muertes masivas que está provocando el coronavius han hecho que el desenlace de muchas personas haya sido en soledad y que sus familiares se revuelvan en sus casas ante la impotencia de darles un último aliento, un abrazo, un gracias. La mayoría ni les ha podido enterrar a la espera de los 14 días de rigor para incinerar el cuerpo. Otros esperan a que los ataúdes salgan de pabellones donde han sido instalados para darles sepultura. También hay quienes aguardan para poder recoger sus cenizas sin fecha prevista.
Vidas rotas y separadas por un virus desolador que no solo colapsa los pulmones sino las vidas de familias que aún sueñan con una última caricia. No son meros números ni estadísticas y, por ello, hoy, rendimos homenaje a algunas de estas personas cuyos familiares, entre lágrimas, quieren darles un último adiós, unas últimas palabras de gratitud eterna. La despedida que se merecen.
Jesús Robledo ha perdido a su madre y a su padre el mismo día y antes de comenzar nuestra conversación invita a una reflexión sobre el drama que personas como él están atravesando: «Lo que se está haciendo con los mayores es una política de descarte y esto debería de llevarnos a una profunda reflexión sobre el valor de la vida», dice con angustia. Sus padres Julio y Benita, de 84 años, siempre fueron unos luchadores, aunque esta última batalla no consiguieron vencerla. Él se fue a Madrid cuando tenía 12 años y ella, 14. Los dos venían de Alcaudete de la Jara, un pueblo de Toledo, pero no se conocieron hasta aterrizar en la capital. «Les pilló la guerra, y cada familia era de un bando, pero en mi casa siempre se educó en el perdón. Se casaron y comenzaron a formar su familia, todo lo que hicieron fue por nosotros, sus dos hijos. Mi padre trabajó en la construcción y mi madre en casa, aunque por lo bien que nos educó creo que habría sido una gran malestar», explica con voz entrecortada.
Su vida fue sencilla, sin grandes pretensiones sino las de hacer felices a los suyos. Al jubilarse regresaron a casa, a su pueblo manchego. «Siempre se quitaban cosas a sí mismos para dárnoslas a nosotros, eran generosos, no puedo estar más agradecido a Dios por haberme dado estos padres», añade. Julio y Benita llevaban ya varios años en una residencia de ancianos de la localidad. «Cuando comenzó todo el tema de la pandemia cuatro personas dieron positivo, entre ellos, mi padre. Les aislaron. Lo malo de este virus es que cuando llega a un centro de ancianos encuentra su caldo de cultivo», explica Jesús, de 49 años, que iba como mínimo una vez a la semana a ver a sus padres, porque ese «hola, hijo», dice, lo merecía todo.
Luego fue su madre la que comenzó con síntomas y les juntaron a ambos en la misma habitación, con oxígeno. «No se contempló el ingreso en el hospital. En la madrugada del 3 de marzo me llamaron a las 4:30 de la mañana. Mi madre había fallecido. Salí corriendo para allá. Me dejaron estar en la puerta de la residencia cuando la funeraria sacaba el cuerpo en una bolsa. Esa fue la forma de despedirnos. Cuando me iba a marchar, me dijeron que mi padre acababa de fallecer. Se llevaron los cadáveres al tanatorio y no pudimos velarla, no sabíamos nada hasta que nos dijeron que se les podía incinerar», relata. Al tratarse de un pueblo pequeño pudieron hacerlo rápido. Eso sí, solo le permitieron acudir a su hermana y él, a dos metros de distancia de los féretros. «La herida sigue sangrando», confiesa Jesús.
En Málaga, Mariví todavía está en «shock», la última vez que vio a su madre, Victoria, fue el 30 de marzo. El domingo siguiente, a las once de la mañana, la llamaron de la residencia que estaba muy malita y a las siete de la tarde le comunicaron que no podían hacer nada. «Me volví loca, no entendía nada, de un día a otro iba a perder a mi madre. A las doce de la noche falleció, tenía 93 años, pero estaba sana, estoy destrozada», reconoce mientras espera para poder recibir sus restos mortales. «Parece que no es real lo que estoy viviendo y que este fin de semana, como todos, voy a ir a recogerla a la residencia de Churriana para comer juntas», lamenta. Solo pudo ir su hermano a la incineración. «Ahora tenemos que esperar tres meses para poder llevar las cenizas al cementerio. Estamos destrozados, mi madre no es un número más en las estadísticas del Gobierno, no es un perro, es una persona que se merece una despedida digna», critica. Entre sollozos relata la fortaleza que siempre tuvo Victoria, una mujer que iba para monja pero que justo el día anterior en el que se iba a convertir en monja de clausura se cruzó con el que luego sería su marido por la calle.
«Se miraron, ella era una mujer guapísima, y mi padre le dijo: ‘‘Cómo te vas a casar con Dios, hazlo conmigo’’. Y así lo hicieron», dice Mariví, que recuerda lo mal que lo pasaron sus padres (él era Guardia Civil) en los peores años de ETA: «Mi madre tenía mucho miedo, tanto es así que cuando mi padre se vio obligado a dejar su profesión en pro de la seguridad de su familia, ella tuvo que deshacerse del uniforme y todo... Siempre fuimos una familia muy patriótica», relata. Victoria era una mujer «muy racial, como buena andaluza», dice. «Trabajadora insaciable, luchadora, mi padre siempre la llamaba ‘‘Tita’’, y los dos hacían lo imposible para que nunca nos faltara un plato de comida en la mesa. Le apasionaba cantar, todavía escucho entonando ‘‘Malagueña salerosa’’, se la sabía entera», desvela entre lágrimas.
«Ya no era él»
Nuria tampoco sale de su asombro al pensar que el coronavirus se ha llevado a su padre, Juan Ruiz, de 78 años, un hombre apasionado del canto que se habría contagiado cuando acudió a una residencia a participar en un recital. «El 19 de marzo se puso con mucha fiebre, llevaba días raro, un poco ausente, su pareja me llamó a las doce de la noche. Cogí un taxi, fui a su casa y vino la doctora. Le llevaron al ambulatorio y aunque tenía neumonía le mandaron a casa con un inhalador y antibiótico. Mi hermano Joan se quedó con él. Estuvo así tres días y al final le llevaron al hospital de Sant Joan Despí. Le metieron en un box y dio positivo en coronavirus», relata.
Todo pasó demasiado rápido. Juan estaba desorientado, se quitaba el oxígeno, tuvieron que atarle. Los primeros días de ingreso podían hablar por teléfono, «aunque ya no era él», dice Nuria. El 1 de abril les confirmaron que estaba muy mal y el martes falleció. «Lo único que me tranquiliza es que me dijeron que no sufrió, que murió mientras dormía porque estaba sedado», afirma su hija, al tiempo que le carcome el no haberle podido dar un último abrazo.
Ayer, diez días después, pudieron enterrarle. «Solo hemos podido ir tres personas, con mascarillas, guantes y decirle adiós en la distancia. Mi hermano Joan, que estuvo con él mucho tiempo, tuvo tiempo para decirle todo lo que le queríamos. Mi padre era un luchador. Comenzó de la nada y luego montó negocios que le fueron bien, aún recuerdo cuando le ayudábamos en al churrería», recuerda emocionada Nuria. Ella sí ha podido ahogar sus penas con su esposo en casa, pero Joan permanece aislado de su familia guardando cuarentena. «Los nietos están muy afectados por no haber podido despedirse de su abuelo. El dolor se multiplica, ayer, mi hija me decía: ‘‘Tengo que hacer el dibujo para ‘‘Avi’’ que el sábado se lo quiero dar», relata Nuria, que saca una pequeña sonrisa cuando reproduce las palabras de su pequeña.
Ahora están a la espera de poder recibir las pertenencias de su padre, aunque ya les han dicho en el hospital que hasta que no termine el estado de alarma nos se las podrán dar. «Ni flores hemos podido llevar al entierro, pero bueno, cuando todo pase le daremos la despedida que se merece, para darle las gracias por todo lo que nos ha dado», confiesa.
En Madrid, Begoña recuerda el olor de su padre, esa colonia que siempre le regalaba, la de Carolina Hererra y la de Hugo Boss, y es que Antonio Encinas era un hombre muy coqueto, y sobre todo muy familiar y generoso. También el coronavirus les privó de seguir compartiendo su vida. Falleció el día 31 a los 83 años. «El no poder abrazarle, darle un beso, es horrible», sentencia. Además, la madre de Begoña, Concepción, también estuvo ingresada, los dos a la vez. Ella lo ha superado. «Ahora está conmigo en casa y mientras planchamos recordamos cómo lo hacía él, porque era el encargado de la plancha», relata, al tiempo que añade que, al menos, pudieron evitar «lo terrible» que hubiera sido que llevaran su féretro al Palacio de Hielo, donde se acumulan los cadáveres.
«La despedida fue a través del coche fúnebre, ahí, frente a un vehículo negro. Aquello era la representación de e la nada», reconoce. A Begoña le gustaría que a su padre se le recuerde como un luchador, amante de la naturaleza y la vida en familia. «Ha sido un hombre generoso, ha hecho de todo por sus hijas, por darnos una buena vida, una carrera. Era feliz invitándonos a comer por ahí, todos juntos», recuerda. Lo último que le dijo por teléfono es que «no se olvidara de darle la propina a los tres nietos».
La historia se repite a 300 km de la capital, en Zaragoza. José Luis era muy fuerte, un auténtico luchador. Sobrevivió a un ictus y tras él mantuvo intactas su consciencia, su memoria y sus ganas de vivir y disfrutar de su mujer, Sara, de sus dos hijos y de sus dos nietas. Pero su brillo se apagó a los 73 años. Fue el 23 de marzo en el Hospital Militar de Zaragoza, tras una semana ingresado. Allí fue donde le realizaron la prueba que reveló que padecía coronavirus.
Su hija Elena habla de sus últimos momentos con la tranquilidad que le proporciona haber podido despedirse de él, pero también con la impotencia de saber que sus cenizas continúan en las dependencias de una funeraria a la espera de poder celebrar un funeral como es debido. «Necesitamos cerrar el duelo», reclama, al tiempo que ansía poder abrazar a su madre y reencontrarse con su hermano, que ha vivido todo el proceso en la distancia. No es difícil empatizar con Elena cuando narra el infierno que ha pasado su familia desde el ingreso de su padre: cómo les comunicaron su positivo, les informaron que no podrían verlo ni hablar con él, y cómo continúa pensando en esa última semana que pasó solo en el hospital.
Tampoco resulta complicado compartir su dolor cuando su voz se quiebra recordando las últimas palabras que intercambió con él: «Le di un beso en la frente y le dije ‘‘Papi, te quiero mucho’’. Me respondió que él a mí también y yo le contesté que yo más. Y me dijo: ‘‘No, yo soy tu padre’’». Desde que recibió la fatídica llamada del hospital ha visto un par de veces a su madre, cuando se ha acercado a su domicilio para dejarle la compra. Comparten su dolor en la distancia.
Las hijas de Elena también están viviendo su primer duelo de una forma poco común, en especial la más pequeña, que aún no es capaz de comprender cómo no ha podido decirle adiós a uno de los hombres de su vida. Sin embargo, el profundo dolor no impide que Elena reclame justicia por ella y por todas las familias rotas «que merecen un respeto».
«Siempre estarás con nosotros»
Cuando recuperemos la bendita normalidad, en las aulas del colegio Obispo Perelló, en Madrid, se notará una ausencia muy significativa. Los centenares de alumnos del centro, así como todo el equipo docente, se han quedado un poco huérfanos con la pérdida del Padre Vicente Elío. «Siempre estarás en nuestros corazones», «Siempre con nosotros», «Te queremos», son solo algunos de los mensajes que cuelgan en los carteles de la entrada del edificio, que están acompañados con sus fotografías, dibujos e incluso algún retrato. Era el alma del centro desde 1968. «Ha sido siempre santo y seña de la identidad del colegio, siempre desde la humildad y el valor de un misionero entregado en cuerpo y alma a su tarea al servicio de los demás, siempre pendiente y cuidando cada centímetro de su colegio y sus alumnos, siempre recibiendo a los pequeños a la entrada, cerrando las puertas de los pasillos para que no se escapase el calor». Y no solo eso.
«También cuidando de sus plantas, siempre dispuesto a ayudar a todos. El que nunca descansaba, el que cuidaba del colegio cuando el resto se iba de vacaciones». Estas palabras llenas de cariño salen del corazón del director del Obispo Perelló, Pedro Hernández. El coronavirus se lo ha llevado a los 91 años después de toda una vida dedicada a la fe cristiana. Su mejor legado es la educación de esos alumnos que ahora le lloran, esas lágrimas que estos días inundan miles de hogares.
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