Perfil
Salve Llarena, el hombre del Estado de Derecho
El juez, acosado por todos, mantuvo firme el rumbo de la nave para salvar los benditos muebles del 78
La caída de Carles Puigdemont, ya veremos si duradera o fugaz, ha llegado gracias al buen hacer, y la paciencia a prueba de lands alemanes, de un juez, Pablo Llarena, nacido en Burgos en 1963. Acosado por los sediciosos y sus acólitos, con el rostro en una diana de pólvora por los muros de Cataluña, Puigdemont y los suyos lo habían transformado en uno de sus enemigos arquetípicos. La Cataluña violenta y cursi, de las instituciones con carcinoma al periodismo untado, vive fuera de la ley. No le perdona al juez que levantara el caso más importante desde el 23-F.
En los días del veneno, cuando el ministro de Hacienda regalaba argumentos a la defensa de los sediciosos, cuando los jueces de Schleswig-Holstein resolvían si la toma de una pista de aviación equivale o no a un levantamiento tumultuario contra la Constitución alentado desde el poder, las calles amanecieron cubiertas con pintadas rabiosas. «Los países catalanes serán tu infierno», «Llarena Torquemada», «Llarena fascista», etc.
Los jueces alemanes insistían en juzgar por adelantado nuestros delitos, antes y después de que las autoridades belgas cuestionaron la probidad democrática de un país socio. Llarena mantuvo sobre sus hombros la defensa del Estado de derecho. En algún sitio escribí que llegó al mundo el mismo año en que Harvey Gantt se convertía en el primer estudiante negro admitido por la Universidad de Clemson, Carolina del Sur. Los paralelismos con la lucha por los derechos civiles, respaldados por un gobierno, el de John Fitzgerald Kennedy, y unos jueces comprometidos con el imperio de la ley, son evidentes en la peripecia de un magistrado que recordó a nuestros subversivos que por encima de la ley en democracia no hay nadie. Como del Derecho tienen una concepción cuasi feudal, hicieron cuchufletas y silbaron con los matasuegras. Para la historia de los sainetes miserables quedará el retrato de Puigdemont con las órdenes del Constitucional a su espalda, pinchadas en el corcho como las mariposas de una legalidad sobre la que nuestros nacionalistas miccionan su garrafa ideológica y su aversión a las reglas comunes.
Conspiraciones
Cayó Puigdemont, cabecilla de una organización criminal que conspiró para destruir la legalidad de un país de la UE. Lo trincaron en Italia, el país de Europa más bregado en la pelea contra las mafias. Los italianos, a causa de las conocidas sinergias en tiempos de la Guerra Fría entre los capos, parte del establishment político y los servicios secretos, saben hasta qué dramático punto no debes descartar que un sector de los poderes del Estado conspire contra el mismo ordenamiento jurídico que juró defender. En el caso español los pulgones antiliberales fueron capitaneados por un clérigo illuminati y un aventurero con flequillo de Beatle y esposa colocada en una de las diez mil mamandurrias que día a día confirman la decadencia de Cataluña contada por sí misma.
Que el ex presidente de la Generalidad siguiera en fuga tras el indulto con el que el gobierno liberó a unos conmilitones demuestra el grado de hipertensión ficcional en que vive está pobre gente. Fuera de su condición como fugitivo o prófugo apenas si resta un hombre triste, sino demenciado, al que los suyos acogerán con los honores correspondientes a los políticos fracasados. Los únicos que quieren verlo en la cárcel son los suyos, los acólitos de Junts per Cat, que necesitan un chupito de ética para vigorizar lo suyo, hipotenso perdido frente a las maniobras envolventes de Aragonés y Sánchez. Puede llegar con los grillos puestos porque Llarena, acosado por todos, mantuvo firme el rumbo de la nave.
Los profanos asistimos al vals con una combinación de agradecimiento a jueces como Llarena o Marchena, o al coronel Pérez de los Cobos, y estupefacción. Desconocemos si la suspensión cautelar de la inmunidad será el as en la manga o la sentencia del facineroso. No sabemos si la euroorden sigue suspendida o en pié, aunque maliciamos las presiones que esta misma hora operan para dejarlo libre. Después, como explica un buen amigo, está un asunto no exactamente judicial, pero que puede resultar clave: España concede prácticamente todas las peticiones cursadas por los ropones de Italia para enviarles a los de la Camorra.
Si sufren el enésimo revés, más por motivos políticos que técnicos, quizá los nuestros reaccionen subiéndose al y «empiecen a hacer como Bélgica, o sea, cuestionando la competencia del tribunal requirente, por ejemplo, o como Alemania, enjuiciando la conducta del requerido por su cuenta y riesgo». « Si hacen eso», remarca mi contacto, «pueden despedirse de la Decisión Marco de la OEDE». Se extinguen las últimas ingenuidades de quienes apostamos por una Europa hostil a los bárbaros, agonizan las defensas contra los legionarios populistas, que amenazan con devorarnos. Pero después de tres años atroces todavía restan jueces, como Llarena, dispuestos a que triunfe el relato negrolegendario posmoderno, con los delincuentes en el papel de héroes y los justos condenados al imperio de los hombres malos. No pudieron con él ni los del comando de la gasolina y las bolsas de heces ni la ministra, hoy fiscal general, que quiso abandonarlo como a un pelele frente a los yacarés de un país refugio de terroristas y narcos. Tiene escrito un clásico que el desprecio a nuestra historia, en buena medida, responde a la ignorancia. En el caso de Llarena sólo lo desdeñan los de la cuerda xenófoba. Como otros magistrados españoles, sigue siendo esencial para salvar los benditos muebles del 78.
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