Defensa
El viraje nuclear de los submarinos australianos: de España a Estados Unidos
El S-80 español fue hace una década la opción favorita para Canberra y la opción japonesa fue boicoteada por su propia industria, temerosa de ser vista como “mercader de la muerte”
Años antes de que Australia se aliase con estadounidenses y británicos, como anunció el mes pasado, para entrar en el exclusivísimo club de países con submarinos nucleares, con el consiguiente enfado de Francia al romper un compromiso previo de comprarle 12 unidades de propulsión convencional, la opción preferida para Canberra fue España. Hace poco más de una década, cuando a la primera unidad del sumergible S-80 le quedaban sobre el papel un par de años para salir del astillero de Cartagena, los directivos de su constructor, la compañía estatal Navantia, percibían al país de las antípodas como su potencial cliente internacional más probable. El submarino español se presentaba como una opción capaz de cumplir con los requisitos australianos de equipar sistemas de combate de terceros, particularmente de Estados Unidos, a diferencia de ofertas más cerradas como la francesa, y tambiénpor encima del otro gran contrincante del momento: Alemania. Pero, ante todo, Navantia jugaba con el aval de haber ganado apenas tres años antes, en 2007, contratos australianos de tanto calado como uno de dos portaeronaves y otro de tres destructores, basados respectivamente en el buque de asalto anfibio (LHD) “Juan Carlos I”y en las fragatas F-100 de la Armada española.
La irrupción de Japón entre los ofertantes para hacerse con el programa australiano entumeció el frotar de manos de los ingenieros españoles, que ya casi se veían ganadores. Tokio había decidido sacudirse sus complejos para la exportación de armamento, herencia de una mala digestión de un pasado militarista del que tuvo que pagar una alta factura en la Segunda Guerra Mundial, y ofreció un modelo de submarino perfectamente probado y fiable, el “Soryu”.
Poco después, ya en 2013, España se quedó sin posibilidades tras aflorar un profundo problema de diseño de sus S-80, demasiado pesados, lo que obligó a rehacer la nave y posponer así ocho años su salida al agua, hasta el pasado mayo.
Con Navantia fuera de combate definitivamente, en la competición ya solo quedaban Francia, con su oferta de desarrollo del submarino “Shortfin Barracuda Block 1A”; Alemania, que propuso un modelo basado en el “Tipo 214″ de la compañía Thyssen Krupp Marine Systems (TKMS), y Japón, con su propuesta del “Soryu”,concretada a través de los gigantes Kawasaki Heavy Industries y Mitsubishi Heavy Industries.
En ese momento la opción nipona pasó a ser la favorita para hacerse con los 50.000 millones de dólares australianos del contrato (más de 31.000 millones de euros al cambio actual). El entonces primer ministro japonés, Shinzo Abe, estrenaba una nueva agenda de defensa en la que se incluía el impulso a las ventas de desarrollos armamentísticos del país en el mercado internacional, algo que hasta entonces había estado prohibido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La venta de submarinos australianos se antojaba una magnífica plataforma de la nueva política. Pero la industria no lo tuvo tan claro. Sorpresivamente, Kawasaki y Mitsubishi evidenciaron a última hora un notable desinterés por hacerse con el contrato, temerosas de que sus conciudadanos les acabaran pasando factura en sus ventas internas si se convertían en “mercaderes de la muerte” al vender armamento al extranjero, como apuntaron entonces distintos expertos. En Japón, a sus fuerzas armadas las llaman fuerzas de autodefensa, y a sus portahelicópteros no les denominan de este modo porque les suena demasiado bélico. Como ha ocurrido en menor medida en Alemania, el violento pasado guerrero japonés ha generado en su ciudadanía una hipersensibilidad con lo militar.
Eliminada la ficha japonesa, la batalla por los submarinos australianos continuó librándose de facto con dos únicos contrincantes: Francia y Alemania. Una ventaja de la oferta francesa es que el diseño de sumergible propuesto se basaba en su clase de propulsión nuclear “Barracuda”, aunque reconfigurada para adoptar un motor convencional. Esta circunstancia permitía la opción, bastante lejana, de que Australia acabase reacondicionando en un futuro sus submarinos para adoptar la propulsión atómica. Contar con un submarino nuclear equivale a ser capaz de mantener el buque bajo el agua sin más restricción que los víveres que la nave pueda alojar; es decir, durante meses. En cambio, uno convencional apenas puede permanecer sumergido dos o tres semanas como mucho, siempre y cuando cuente con el sofisticado sistema de propulsión independiente del aire (AIP) que incluirán en el futuro losS-80, por ejemplo. Pasadas esas dos o tres semanas, los sumergibles no nucleares más sofisticados precisan reponer oxígeno elevando su “snorkel” (tubo similar al de los buceadores) por encima de la superficie del mar, lo que puede revelar fácilmente su localización y romper así la principal baza de una nave de este tipo.
Australia se decidió por la oferta del astillero semipúblico francés Naval Group de un buque derivado del submarino “Barracuda” pero movido de forma convencional (entonces resultaba poco menos que impensable que algún país que no sea Estados Unidos, China, Rusia, Reino Unido, Francia o la India pudiese contar con submarinos nucleares).
El día de abril de 2016 en que Australia anunció el ganador, este periodista se encontraba de visita de trabajo en Francia a las instalaciones de la Direction Générale de l’Armement, la entidad que negoció la operación. El notable jubiló con el que los franceses acogieron la victoria trascendió su industria militar y se plasmó en los mismísimos Campos Elíseos, que al día siguiente aparecieron engalanados con grandes banderas francesas y australianas. Aquella victoria, sin embargo, no dejó desde entonces de recibir contratiempos.
Ese mismo año la prensa de Australia hizo saltar las alarmas en plenas negociaciones para acabar de perfilar el contrato de fabricación de los submarinos. La publicación de datos sensibles extraídos de una filtración de 22.400 páginas sobre unos sumergibles que Francia estaba construyendo para la Marina de la India puso en duda la fiabilidad del país europeo para proteger datos “ultra secretos”, como recogió un medio australiano. Si bien la revelación de esos datos no afectó al proyecto de Canberra directamente, sí alentó la desconfianza en el país oceánico, sobre todo teniendo en cuenta que Australia basa gran parte de su estrategia de defensa en la persuasión frente a China, nación dotada de una capacidad de espionaje industrial y militar inmensa (sus hacker robaron a Estados Unidos los diseños de armas tan avanzadas como el caza F-22, del que apenas cinco años después Pekín ya tenía lista su propia versión). Aun así, el primer contrato relacionado con los 12 submarinos acabó firmándose poco después, dando luz verde al inicio del desarrollo del programa. En 2019 acabó formalizándose definitivamente (o eso se pensó entonces) el encargo de construcción de los futuros buques, que pasaron a ser conocidos bajo la denominación de clase “Attack”, para dar un aire más local.
Un año después, la francesa Naval Group mostró en público sus dudas de que la industria australiana fuese capaz de sacar adelante al menos la mitad del programa, como estaba previsto. La empresa admitió que se había comprometido en el proyecto sin conocer suficientemente el mercado australiano (España, por cierto, si había demostrado conocerlo bien con los grandes proyectos navales que estaba sacando adelante en el país), pero confiaba en ponerse al día con “mucho más trabajo por hacer de lo que esperábamos”, como apuntó entonces el director ejecutivo de Naval Group Australia, John Davis. Lógicamente, estas palabras no gustaron nada al cliente. Para empeorarlo más, las declaraciones llegaron después de que una auditoría oficial revelase que el programa ya acumulaba nueve meses de retraso en su fase de diseño y cuando aún no había cumplido ni un año desde la formalización del contrato. En ese momento, una rescisión del acuerdo hubiese equivalido a una sanción de más de 400 millones de dólares. No se consideró necesario y el plan siguió adelante.
En febrero de 2020 los ministerios de Defensa de Australia y Francia emitieron un comunicado conjunto reafirmando su acuerdo con los submarinos, cuyo coste calculado por entonces ya se había disparado hasta los 80.000 millones de dólares australianos (más de 50.000 millones de euros, un 40% de lo estimado inicialmente). De acuerdo con el cronograma oficial, el primer buque del lote debía entregarse a principios de la década de 2030. El restablecimiento de la paz incluyó el compromiso por parte de Naval Group de derivar a la industria australiana el 60% del valor del programa. Un inciso: resulta difícil pensar que en ese momento no se hubiesen iniciado al menos los primeros contactos para explorar la vía anglosajona alternativa a los submarinos franceses que finalmente ha acabado desbancándolos.
Entre tanto, la compañía estatal Australian Naval Infraestructure comenzó a levantar cerca de Adelaida un complejo de construcción de submarinos, donde en 2023 estaba previsto fabricar una sección de calificación del casco para probar los procedimientos, el equipo y las destrezas para la construcción de estos buques en el país, tal y como contemplaba el contrato. Si no se producían contratiempos, la fabricación del primer casco de un submarino “Attack” debía comenzar en 2024.
Pero el contratiempo llegó, el pasado 16 de septiembre, en forma de intervención televisada al más alto nivel. Ese día, el presidente estadounidense, Joe Biden, los primeros ministros de Reino Unido, Boris Johnson, y Australia, Scott Morrisson, comparecieron, cada uno desde su país flanqueado por sendos monitores donde aparecían los otros dos mandatarios. Con esta solemnidad realizaron un anuncio que en Francia se interpretó como una traición en toda regla. El proyecto de construcción de los submarinos “Attack” nunca sería una realidad, como las autoridades australianas comunicaron apenas unas horas antes de esta puesta en escena a su hasta ese momento socio francés. En su lugar emergió un proyecto mucho más ambicioso: el desarrollo de submarinos australianos de propulsión nuclear.
“Aukus”, denominación del nuevo acuerdo extraída de las siglas de los tres países implicados, se ha pergeñado, según sus artífices, para hacer frente a la creciente amenaza china en la región de Asia-Pacífico con un arma mucho más eficaz de la que representaría una flota de submarinos convencionales (los nucleares, además de su extraordinaria capacidad para permanecer bajo el agua, son mucho más silenciosos, algo también vital en un buque de este tipo).
“Tenemos que ser capaces de abordar el actual entorno estratégico de la región y su evolución, porque el futuro de cada una de nuestras naciones y, de hecho, del mundo, depende de que el Indopacífico sea libre y abierto”, explicó Biden al anunciar el acuerdo, en alusión velada a China. En este contexto, continuó, la principal iniciativa de la nueva alianza pasa por “apoyar a Australia en la adquisición de submarinos de propulsión nuclear”.
Solo Reino Unido había conseguido antes obtener la ayuda estadounidense para dotarse de una flota de buques de este tipo. Fue en 1958, en plena Guerra Fría, e implicó facilitar también a Londres armamento nuclear para las sofisticadas naves (el acuerdo australiano solo contempla el uso de armas convencionales en sus futuros submarinos). En aquellos años, fortalecer a Europa resultaba clave para contener al gigante soviético.Ahora, en cambio, ya no importa tanto herir el orgullo de un país del viejo continente tan importante como Francia. El tablero de juego se ha desplazado muy al este, a ese Indopacífico al que se refiere Trump, donde China es el gran contrincante. Allí, por cierto, se encuentra también la India, otro actor destacado de la zona que ya cuenta con su propio submarino nuclear, pero que el pasado junio aprobó solicitar propuestas a cuatro constructores navales extranjeros para adquirir seis nuevos sumergibles de propulsión convencional. Esos cuatro contrincantes son la francesa Naval Group, la alemana TKMS, la coreana Daewoo Shipbuilding and Marine Engieering y la española Navantia. El S-80 vuelve de este modo a colocarse entre las favoritas para dotar a un gigante del otro lado del mundo una década después. Ahora, eso sí, con el aval de haber salido al fin a flote.
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