Opinión

Los dinosaurios

En Cataluña nos vemos cada día lastrados por las obsesiones de una parte de la población que solo quiere guerras, secesiones, lazos de colores y quemas de contenedores suburbanos

Dos encapuchados queman una bandera de la Unión Europea durante una manifestación con motivo de la última Diada
Dos encapuchados queman una bandera de la Unión Europea durante una manifestación con motivo de la última DiadaKike RincónEuropa Press

Cada mañana, cuando nos levantamos los catalanes, el dinosaurio sigue ahí, en medio de la habitación. No es extraño que así sea. La educación y el relato sobre lo que pasa fuera de nuestro reducido mundo (que el pujolismo diseminó durante cuarenta años por el territorio comarcal) han hecho su efecto. Básicamente, ese relato fantástico consiste en que hay un enemigo exterior que conspira contra el catalán por zafiedad, que nuestra lengua está en serio peligro de desaparición, que el paisano catalán es quien paga las juergas del resto de la península, etc. Convencer de estas ideas rudimentarias a la mayor parte de catalanes posibles fue importante para los políticos pujolistas, porque se proponían ellos mismos para defendernos y, si conseguían convencer a todos de que esos riesgos existían, ya tenían un sueldo para toda la vida.

Lo de menos es que ese sueldo haya acabado finalmente en Andorra o en Ferraris, lo principal es que ha dejado a media sociedad catalana impregnada hasta el tuétano de un nacionalismo simplón, de blancos y negros, de buenos y malos, de siga al señor de la bandera y el tambor. Hay una gran parte de la sociedad catalana que ya solo funciona con razonamientos de cola de mercado siempre y cuando estos argumentos vengan servidos por TV3. Lógicamente, ese estatus es muy difícil que cambie porque pervive aún toda una capa de profesionales de la clase media alta catalana (periodistas, comerciantes, políticos...) que no quieren que se mueva un milímetro ya que sus ingresos dependen de que haya una masa acrítica dispuesta a agruparse siempre bajo una bandera al primer toque de silbato.

Debido a esas circunstancias, en Cataluña amanece también cada día una masa opuesta de catalanes (tan grande e inmensa como la otra) que cada mañana, al poner el pie en el suelo, descubren fatigados que ese enorme dinosaurio fosilizado, con tradiciones y chistes aún del siglo pasado, extraídos de una barretina pujolista, sigue ahí y seguirá permanentemente por mucho tiempo. Ser catalán hoy en día es eso: asumir que podíamos ser una de las sociedades mestizas más revitalizantes de todo nuestro entorno, con dos lenguas a pie de igualdad en la calle, un envidiable escenario y unos lazos fortísimos a todos los niveles con una península emergente; y que nos vemos cada día lastrados por las obsesiones de una parte de la población que solo quiere guerras, secesiones, lazos de colores, quemas de contenedores suburbanos y ejecuciones por atropello con patinete. La cantidad de caudal que perdemos con esas bobadas es desesperante.

Cuando algunos de mis compatriotas prácticos y emprendedores se desalientan con nuestros paisanos más cerriles, intento hacerles ver la otra parte de la botella. Imagínate que eres un humano de aquellos que, como si estuviera aún en el siglo XVIII, aspira a que una bandera ondee en su territorio y todo el mundo se emocione los domingos con un himno mientras los chiquitines subidos a las cumbres hacen repicar sus tambores de boy-scout. Piensa que los que son así deben desesperarse igualmente cuando se levanten cada día y vean que la mitad de sus paisanos consideran todo eso aburridísimo y pueril; que preferimos la palabra a las banderas, la guitarra eléctrica al tambor medieval y que consideramos que todos esos conceptos que a ellos les gustan quedaron obsoletos ya hace mucho tiempo en el mundo de la globalización, la digitalización, el transgénero y el matrimonio gay.

Para ellos debemos ser como un diplodocus rosa en medio de una sala de estar. Y lo peor es que empiezan a ver que no vamos a desaparecer nunca, sino más bien a crecer, a causa de obviedades tan sencillas como la de que cualquier iniciativa dirigida a imponer el monolingüismo en una zona bilingüe como la nuestra está destinada al más absoluto fracaso. Por eso, cíclicamente se reactivará alguno de los dos dinosaurios y Cataluña será –tristemente para todos– un eterno Parque Jurásico.