Cataluña

La generosidad

El nacionalismo quiso imponer el suicidio cultural de una lengua preeminente desde las instituciones. Actualmente, el catalán sigue perdiendo hablantes

Debido a los amplios movimientos migratorios que, desde el resto de la península, llegaron hacia esta región en el siglo veinte,la mitad de la población catalana tiene el castellano como lengua materna. En aquellos tiempos, la incipiente industrialización de la zona atrajo a una amplia cantidad de mano de obra que aportó a la región sus costumbres y formas de expresarse. La distribución de esas comunidades lingüísticas es hoy más o menos equitativa y los trasvases son comunes. Se dan casos de catalanoparlantes que, por causas diversas, laborales o familiares, han desplazado su lengua autóctona original y adquirido el castellano como lengua familiar. También se dan casos de castellanoparlantes que, en muchos medios rurales y buscando seguir los usos del entorno para sentirse formar parte, han desplazado su idioma de origen. Pero ninguno de estos dos casos suele ser la línea de acción mayoritaria. Lo más habitual es conservar la lengua materna y aprender a defenderse también en la otra lengua, de las dos que disponemos. En la calle, los catalanes dominamos y entendemos, en mayor o menor medida, ambas lenguas. Al ser lenguas romances parecidas, evolucionadas desde el mismo tronco, hasta los más recién llegados asimilan los rudimentos elementales de comprensión sin demasiadas dificultades.

De los dos idiomas que disponemos, los catalanes vemos claramente que uno tiene más fuerte implantación internacional y el otro es más local, reducido en número y en constante proceso de perdida de hablantes. Al final del franquismo, durante la década de los setenta y ochenta, conscientes de esa asimetría, la segunda generación de hijos de la emigración (castellanoparlantes en su mayoría) no escatimaron generosidad a la hora de defender el catalán. Nuestra lengua más minoritaria (en términos globales) era una buena causa. Los catalanes castellanoparlantes la consideraban un factor de prestigio, de civilidad, de esfuerzo de aprender lenguas como consenso; había que salvarla. Los catalanes, de una u otra lengua materna, nos interesábamos por ella y por las iniciativas culturales que pudieran darle más vida y reactivarla. Ese consenso natural, emanado del prestigio de aquello que no se impone, empezó a resquebrajarse en la década de los noventa. Las desafortunadas políticas culturales de los gobiernos nacionalistas, siempre dados a los supremacismos y a la imposición, fueron incapaces de poner en práctica la misma generosidad y tacto que había emergido desde el hablante callejero en los años anteriores. Cuando se tomaba una iniciativa de cara a promover una u otra lengua, no se tenía en cuenta con la delicadeza necesaria el mapa lingüístico, si no que se inventaban excusas inverosímiles y argumentos falaces, publicitados institucionalmente, para imponer la voluntad del cacique de turno. Lo matemático hubiera sido que las iniciativas culturales se repartieran al cincuenta por cien si atendíamos a los mapas de uso. Pero todo el mundo, consciente de que una de las dos lenguas era más débil, podía entender que la proporción fuera de tres cuartas partes para reforzar la más vulnerable y otra cuarta parte para la lengua que gozaba de mejor salud.

El nacionalismo nunca quiso ni oír hablar de tal posibilidad. En lugar de admitir la realidad de que el futuro lingüístico catalán sería inevitablemente mixto, quiso imponer el suicidio cultural de una lengua preeminente desde las instituciones. Desde entonces, los inventos dialécticos, las terminologías inverosímiles que provocaban el ridículo intelectual, han sido comunes y fracasadas, como si por pensar que, llamando a la realidad de otra manera, esta fuera a cambiar. Aparecieron supuestas lenguas «propias», «vehiculares», «curriculares», etc. Pero los gobiernos metidos a aduaneros de las lenguas siempre fracasan en sus objetivos.

En el caso de Cataluña, el panorama añadido de corrupción política regional, que encontraba en la excusa de la lengua la cobertura perfecta para repartir prebendas entre los afines, no hizo más que empeorar las cosas.

Actualmente, el catalán sigue perdiendo hablantes. Se da el caso paradójico de que sigue manteniendo un nivel fuerte de transmisión generacional familiar, pero circunscrito al ámbito de los catalanoparlantes, mientras que en la calle pierde usuarios a ojos vista. Es lógico. Al no ser pagados con la misma generosidad que vieron en sus padres, los castellanohablantes ya no se molestan en defender el catalán, lo dejan a su vulnerable suerte. Le tienen cariño como algo antropológico, pero en el nivel práctico del día a día no harán ningún esfuerzo suplementario por él debido al rechazo que provoca la cosa impuesta. Obviamente, pretender llamar consenso sobre la lengua a este panorama de fractura resignada es una lectura de la realidad tan narcótica y delirante que solo un político demente o un habitual consumidor de drogas lisérgicas podría suscribir. Que los socialistas catalanes hayan decidido apuntarse a esa sugestión nacionalista significa que dan la espalda definitivamente a la calle catalana. Y ahí está Vox para hacerse con ella. Vaya error.