Memoria Histórica
De Novés a Cuelgamuros, el exterminio de los Benayas
La familia de Delfina Hernández, asesinada en 1936, encontró sus restos y pudo llevarle al fin flores al «Valle de reconciliación eterna»
El comienzo ayer de las obras previas a las exhumaciones de 118 cuerpos en el Valle de los Caídos supone la meta ansiada de sus allegados desde hace años, pese a la oposición de 260 familias que temen que esa intervención pueda alterar lo que quede de los suyos en un maremágnum de humedades y huesos –existe un episodio documentado de dudoso éxito como el de las exhumaciones navarras de 1980–. Pero hay también quienes han descansado al saber que allí reposan los suyos.
Como sucede en la tragedia que, en plena Guerra Civil, se fraguó en Novés (Toledo). Sus protagonistas, los Benayas, familia de agricultores que «tenía gente a la que daba trabajo», recuerda Marina Benayas, nieta de una de las 133 mujeres que hay enterradas en el Valle de los Caídos.
El alcalde perdió todo el poder en favor del comité local, cuyos miembros «se emborrachaban e iban a buscar» a quienes querían ajustar cuentas. «Todo iba bien hasta que vinieron los sindicatos a dar mitines y surgieron las rencillas, los asesinatos, las violaciones. La envidia...». Marina relata que su abuelo Román «ya tenía noticias de que antes o después, conforme veía cómo iban cogiendo gente, iban a ir a por él». Él «tenía una pistola escondida en una jardinera en el patio y cuando los del comité fueron a su casa quería echar mano del arma, pero la criada debió verle esconderla y avisó a los milicianos: “¡Tiene la pistola, va a cogerla!”. Así que, de forma voluntaria, Román se entregó para salvar a su mujer y a sus dos hijos».
En principio creía Marina que «lo habían llevado a la Casa de las Cadenas –sede del cuartel de milicias del comité–, donde torturaban y a alguno le daban de cena sus propios testículos», pero este verano supo que «directamente le encerraron en el calabozo del ayuntamiento, y al día siguiente le montaron en un carro con otros dos en dirección al cementerio. Uno se tiró, porque sabía el final», pero el destino estaba sellado para todos. A su abuelo «dicen que le dieron una mala muerte; participaron algunas mujeres, sacándole los ojos –ya llevaba un brazo partido–, y bailaron sobre su cadáver».
Su abuela, Delfina Hernández, «se fue de huida a Madrid con un hermano de mi abuelo, que la llevó con los niños a la calle Princesa, donde hoy está El Corte Inglés. Agotada del viaje, se acostó con un camisón y una bata negra. Pero la criada de la casa alertó de que había llegado una familia de Novés: una mujer, un hombre y dos niños. Se presentaron y no solamente se llevaron a mi abuela, sino también a otra criada, a su novio y a toda la familia. Se salvaron otra criada, mi padre y mi tío [con 5 y 7 años], y otra niña». Este grupo, «cuando volvió de pasear» se encontró con que «los habían trasladado a diferentes checas: los mataron a todos».
Lo que Marina y su hermana Teresa pudieron averiguar fue que su abuela «había sido asesinada por “espías fascistas” y que vestía un camisón y una bata negra cuando la mataron en la Carrantona, en Vallecas, junto a una niña que llevaba de la mano, de unos 15 años».
A su padre, Marino, y a su tío Ernesto «los recogieron para mandarles a Rusia, destino de los huérfanos». Pero ocurrió que «cuando estaban leyendo las listas, un trabajador de la Renfe, al oír Benayas se alertó, porque el apellido le sonaba de su pueblo. Así que se acercó al que hablaba y le dijo: “Acabas de mentar a dos niños, Benayas... ¿Me los puedo llevar?”. “Sí, dos menos para Rusia”, le contestó. Y se los trajo al pueblo y los entregó a los padres de mi abuela. Pasaron mucha hambre, vendieron todo para darles de comer».
Su tío Ernesto se casó, tuvo un hijo y una hija; y también su padre. Marina es «la más pequeña de las cuatro nietas de Delfina» y su hijo el mayor «es la viva imagen de su abuela». Convivieron con el hiriente recuerdo del pasado, pero su tío y su padre decían que «bastante dolor llevaban dentro como para desenterrarlo. Mis primos, mi hermana y yo queríamos saber por lo menos dónde llevar a mi abuela un ramito de flores».
Incluso, dice Marina, «hemos convivido con gente que mi padre sabía que formó parte del comité que mató a su padre y a su madre, pero nunca tuvieron las agallas para dar la cara, y él ya había perdido demasiado. Hoy tiene demencia, pero nunca olvidó cómo olía la madre a la que siempre ha llorado».
Ella asegura ser «como mi abuelo, genio y figura, y me puede todo esto. No hace muchos años una mujer me dijo con rabia: “Eres igual que tu abuelo”. Al fin y al cabo en los pueblos las raíces perduran. Solo hace falta ver, cuando llegan las elecciones, la mala sangre que tienen y la entereza de esta familia, que fue exterminada al completo». Porque «junto a Delfina y Román también murieron cuatro hermanos de Román –Indalecio, Leovigildo...–, sobrinos, cuñados... solo quedaron niños... se llevaban todo por delante. Mi bisabuela, de ver muertos a todos sus hijos, evidentemente murió de pena».
Marina contactó con la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos (ADVC), cuyo presidente, Pablo Linares, les ayudó a cumplir su deseo. «Estaban buscando los restos de los abuelos, pero estaban buscando mal, porque ella sí figura en los registros y él no aparece por ningún sitio, aunque es posible que esté como “desaparecido”. Qué emoción supuso saber dónde estaba Delfina».
Tras pedir permiso a Patrimonio Nacional, pudo acceder con ellos «ante la misma puerta del osario, en el quinto piso de la capilla del Santísimo, a la izquierda del Altar Mayor, donde la familia dejó una corona de flores en un día muy emotivo».
Recordando aquel día, Marina tiene un deseo: «Solo quiero que tras la pared blanca en la que reposan los restos de mi abuela, sus hijos y nietos encontremos en la Constitución Española un lugar como es el Valle de reconciliación eterna para España». Y su intención es «rezarle después de 84 años buscándola. A mi abuelo jamás le encontraremos».
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