Jorge Vilches

Fábrica de monárquicos

La disputa del presidente con el Rey es la misma que tiene con toda Institución a la que no puede controlar

Este Gobierno es una fábrica de monárquicos. Los desplantes de Pedro Sánchez y los ataques de sus socios, desde los podemitas a los independentistas, no hacen más que agrandar la figura de Felipe VI. El sanchismo está ofreciendo una oportunidad inmejorable para fortalecer la Monarquía en España como garante del orden constitucional y símbolo de la responsabilidad. De hecho, la gente abuchea a Sánchez y aplaude al Rey.

La disputa del presidente con el Rey es la misma que tiene con toda Institución a la que no puede controlar. En su plan para amoldar el régimen a sus necesidades particulares, Felipe VI es un obstáculo. Se vio en Murcia, hace unos días, cuando Sánchez mostró su enfado con el Rey porque el monarca se negó a mediar por él con los magistrados del Tribunal Constitucional.

En el desprecio a Felipe VI no hay solo un cálculo político para agradar a los socios. Hay algo más. Desde que Sánchez formó gobierno con Pablo Iglesias el ninguneo al Rey ha sido constante. Empezaron con un gesto. Los dos líderes de la izquierda aprovecharon la visita de Felipe VI a Cuba en noviembre de 2019 para anunciar que formarían Gobierno. A partir de entonces Sánchez ha tratado de mostrar que su legitimidad es superior a la del Rey, como si una votación ordinaria le hubiera entregado el país. Más claro: las urnas dieron a Sánchez el Gobierno, no el Estado.

En esa batalla contra las instituciones hasta que se dobleguen están los episodios contra el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Lo ha hecho con otros órganos con menos repercusión en una auténtica colonización del Estado. También lo ha hecho con las Cortes al gobernar por decreto y convertir en un sonrojante intercambio de zascas las sesiones de control del Ejecutivo. Ahora toca el Rey.

El medio es la disminución de la presencia de Felipe VI en la vida política. Sánchez ha reducido los despachos formales con el Rey. Incluso han dejado de ser presenciales, con la visita del presidente de Gobierno a Zarzuela, como ha venido siendo hasta Rajoy. Ahora parece que basta por teléfono. Quizá el siguiente despacho sea por Whatsapp. En esas reuniones ha de informarse al Rey de las iniciativas del Gobierno, como la ley trans o la cesión del Sahara a Marruecos, cosa que no ha pasado.

Felipe VI no es un hombre de partido, por mucho que a la izquierda le cueste asumirlo. El Rey encarna una Institución que está por encima de las diatribas políticas mientras no pongan en peligro la unidad del país, o subviertan el orden constitucional. Sus palabras siempre muestran ese orgullo por el camino recorrido que sustenta la esperanza en el porvenir. Por eso en sus discursos refleja las grandes preocupaciones políticas y económicas que tiene la inmensa mayoría. Es su tarea y la cumple. Por esto, Felipe VI es también una fábrica de buenos monárquicos. Toda democracia que se precie debe tener diques que contengan el avance del autoritarismo. Lo hemos visto con la decisión del Tribunal Constitucional, que ha censurado la forma, no el fondo de la norma emanada del Poder Legislativo. Eso es cuidar a la democracia. Hoy el Rey es otro de esos diques, de esos frenos que un buen sistema constitucional contempla para frenar el impulso autoritario de un Gobierno mesiánico.

No tenemos un Rey de partido, sino símbolo de lo mejor que políticamente nos ha ocurrido en los últimos cincuenta años. Es la figura central de un sistema, el del 78, que con defectos, como todos, ha servido para instalar una democracia liberal, pluralista y en paz. Felipe VI solo ha de salir en el discurso político de los partidos para resaltar los beneficios de un sistema de convivencia, no como arma arrojadiza o para ganar unos votos. Porque hoy, a diferencia del exclusivismo republicano, ser monárquico es ser demócrata.