Opinión
Campana y ¿se acabó?
El «dong» de Junts no anuncia el final de nada, porque en Sánchez no hay proyecto, sino poder. No actúa sobre la realidad, tan solo se defiende de ella
Sánchez sigue en pie, después de todo. La mixtura de engañifa con la que ha envuelto la legislatura sigue intacta, por mucho que Junts haya tocado a rebato esta semana.
Los de Puigdemont le han cerrado el grifo legislativo… ¿y? El grifo ya goteaba desde hace meses. Es importante subrayarlo: la decisión de los nacionalistas catalanes no altera en nada el planteamiento sanchista sobre la legislatura, porque si el presidente hubiera albergado el más mínimo interés en que estos años suyos fueran activos en lo legislativo, habría convocado elecciones hace doce meses al menos, como mínimo. Pero no lo ha hecho. El sanchismo no se define por un afán de gobierno, sino por un afán de poder.
Junts conoce esta naturaleza porque ellos mismos la tallaron. Han sido zapateros, nunca mejor dicho, de este Gobierno y de esta época. Con su decisión de esta semana han convertido la parálisis existente en arquitectura estratégica.
No buscan la salida de Sánchez –ese sería un gesto demasiado limpio y no olvidemos que es Puigdemont quien los lidera– sino la reducción del presidente a pura gestualidad vacía, manteniéndolo vivo, pero inmóvil y, con ello, encarecer el coste de sus votos para el PSOE o para quien quiera alquilarlos.
Lo hacen, no de improvisto, sino asentándose en la circunstancia biográfica ineludible del propio Sánchez, que sabe que más allá del perímetro institucional sólo le aguarda la intemperie con sustancia procesal.
Las investigaciones que cercan su entorno –una esposa bajo la lupa de los tribunales, un hermano cuyo nombre transita por los sumarios, colaboradores esenciales para su conquista del poder ya encarcelados o camino de estarlo– lo cercan, sobre todo, a él. Y dentro del cargo, la presión puede disimularse entre fanfarrias y propagandas; fuera, la realidad caería sobre Sánchez con una violencia centrífuga.
Conservar la presidencia equivale a controlar el tiempo del desastre, a decidir cuándo estalla la bomba o, al menos, a que no estalle antes de tiempo. Por eso, convocar elecciones, que sería lo sensato, equivaldría a romper el escudo. Las urnas no medirían entonces confianza democrática, sino que funcionarían como veredicto anticipado.
Los votantes, ese cuerpo social que espera su oportunidad, dejarían de serlo y serían testigos pronunciándose, no sobre programas, sino sobre hechos. La campaña exhibiría al presidente desprovisto de blindaje institucional, enfrentado al eco amplificado de sus procedimientos judiciales. Cada mitin se convertiría en una rueda de reconocimiento.
Así, la política española ha quedado suspendida. La oposición no encuentra espacio de maniobra porque el eje del sistema –el Congreso– ha perdido capacidad de rotación. En esa quietud forzada se ha disuelto la frontera entre el poder y el pánico a su pérdida.
Cada día transcurrido es una victoria del instinto de Sánchez sobre la voluntad política. No hay ya política en Moncloa, no en sentido sustantivo, tan solo una retención desesperada de sus herramientas. Sánchez conserva el instinto, pero ha perdido la dirección. Sus decisiones se orientan a intentar modificar el curso de los hechos o, como mínimo, a garantizar que nada altere el equilibrio precario que lo mantiene vivo.
Todo impulso se mide por su capacidad de aplazar el desenlace, y el gobierno del país se convierte en la administración minuciosa de una tregua. Pero Sánchez puede permitírselo, claro.
Lleva años deformando el suelo sobre el que se sostiene nuestra cultura política, sin llegar, de momento, a romperlo del todo. Ha descubierto que las instituciones poseen una elasticidad que no conocíamos, que los límites no escritos de la prudencia y la dignidad pueden ignorarse sin que el sistema colapse.
Cada transgresión normalizada ha ido ensanchando el margen de lo tolerable, da tal forma que lo extraordinario ha acabado siendo rutina y lo inaceptable, paisaje.
Esta mutación silenciosa de nuestra cultura política –no mediante reforma sino mediante erosión–constituye quizá su verdadera herencia: la demostración de que una democracia puede seguir funcionando formalmente mientras se vacía de contenido sustancial.
Este hecho, fruto de estos años en los que el sanchismo y sus coaligados han instilado morbidez en el sistema, nos sitúa en un escenario distinto. Si fuera la simple degradación de un gobierno lo que vivimos, sería sencillo resolverlo, pero no es eso. Sánchez ha cartografiado los límites de una democracia fatigada y ha demostrado que las instituciones resisten más de lo que la decencia soporta.
La presidencia misma se ha deformado en refugio. En su interior, el presidente administra el tiempo con la meticulosidad de un abogado que gestiona pruebas: midiendo milimétricamente la distancia entre el presente vivido y el juicio anticipado. Sánchez domina su propio aplazamiento, nada más.
La inversión de la lógica institucional –donde el cargo existe para proteger al ocupante, y no el ocupante para servir al cargo– señala una patología específica del poder: la conversión de la función pública en escudo privado.
Campana ¿y se acabó? La pregunta no encuentra ni un eco. El «dong» de Junts esta semana no anuncia el final de nada, porque en Sánchez no hay proyecto, sino poder. Uno que ya no actúa sobre la realidad, que tan solo se defiende de ella.