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Extremocentro

La desconexión de la mayoría

Mientras tanto, un Ibai finito reunió 9 millones de dispositivos en un show en La Cartuja con chavales en forma dándose piñazos

La quinta edición de La Velada del Año organizada por Ibai Llanos en Sevilla. Joaquin CorcheroEUROPAPRESS

Tal parece que en España no haya pasado nada nuevo en esta última década. Todos vivimos en una simplificación perpetua. Hemos consensuado la ficción de que la realidad se puede explicar mediante las palabras y frases sencillas de alguien como Sarah Santaolalla. Y simplificar lo que está sucediendo quizás sea una forma de traicionar la realidad.

Hay ideas con tanta sustancia que no se pueden entender a la primera. Ideas que no caben en un tuit ni se resuelven con una frase de Instagram. Ideas que nos retan, nos incomodan, que nos obligan a mirar en sitios que dan miedo, incluso cuando dentro no queremos mirar.

Pensamientos que por su crudeza o su falta de oportunidad nos estallan en la cara y nos obligan, si somos sinceros, a reconocer que no estamos preparados para ellos. No solo por su violencia o lo inapropiado de tenerlos, sino porque nos dejan en evidencia. Porque nos confrontan con algo que no sabemos, que no entendemos, y en ese momento exacto se manifiesta la ignorancia como un espejo.

Hay ideas que hacen que uno se sienta expuesto. Como cuando estás en una conversación y alguien menciona un libro, un autor, una teoría que parece obvia para todos. Y te entra el calor de la vergüenza, pero también el impulso de interrumpir y preguntar. De admitir que no sabes. Que no llegas.

Lo cierto es que ya no nos mira nadie de los que viven normal y a su bola. La gran mayoría ha desconectado, simplemente. Solo quedamos en las redes los neuróticos, los obsesionados, los ofendidos de oficio, los que ven en cada comentario una trinchera desde la que disparar argumentos reciclados. Y las que vienen disciplinadamente a los rincones ideológicos a por su ración diaria de cabreo.

La conversación pública parece cada vez más diseñada para evitar la incomodidad del no saber. No sé si queda algo parecido a pensamiento político en la izquierda. Y no lo digo con ánimo de escándalo ni de burla. Lo digo porque más allá de tener localizados los dos o tres sitios que hace veinte años aún le importaban a alguien, como panorama intelectual parece bastante inexistente. La máquina de la revolución se ha vaciado.

Si el sujeto político es la audiencia, y la audiencia ha desconectado quién escucha. Queda alguien del otro lado. Gran parte de la gente parece haber desconectado de las formas que comunica la política.

Sé que quienes me conocen estarán pensando ahora mismo “vaya huevos tienes, Pedrín”. Porque si preguntan en este pueblo, quién podría opinarse encima y sobre cualquier cosa, sin duda mis amigos me señalarán a mí. Y con razón.

Quizás mi sensación creciente de intranquilidad sea una chorrada o una ocurrencia, pero ha crecido desde el COVID: la conversación pública española parece haber renunciado a explicar en términos de realidad lo que vive y preocupa a una parte cada vez más mayoritaria de la sociedad.

En España nos hemos ido empobreciendo. En términos de políticas públicas con efecto material, lo único que ha quedado es subir las pensiones todo lo que se pueda. Y que los sueldos de los funcionarios caigan un poco menos que los del sector privado. Los editoriales siguen repitiendo mantras sobre el matrimonio y tener hijos que ya eran viejos hace una década. Se sigue teorizando sobre relaciones entre hombres y mujeres sin mirar de frente a un solo dato básico: cada vez hay menos relaciones.

Cada vez más gente sola. La polarización sentimental es una realidad. Cada vez más mujeres por culpa de la ideología feminista con la que se identifican ya no ligan. La mal llamada brecha de género se cierra, sí, pero no porque se avance en igualdad, sino porque hay menos niños, y por tanto, menos madres. A una generación de hombres jóvenes no se les ofrece un lugar, ni un sentido, ni un relato. Les hemos ofrecido a todos ideología y les hemos acabado fallado como sociedad, sin más.

Las universidades y chiringos académicos están más a capturar fondos europeos que a pensar. Y los que no pillan aspiran a formar cuadros ideológicos con los que subirse a la próxima ola ideológica. Todo forma una dinámica absurda. Un enorme conjunto de energías que se evaporan en lo superficial.

En último término uno podría pensar en la posibilidad de vivir aparte, pero lo cierto es que no somos capaces de pensar una sociedad democrática sin credibilidad en los intermediarios.

Somos cada vez menos capaces de pedirle cuentas al poder. Da la impresión de que son los estados quienes cada vez nos piden más cuentas a nosotros. Como si los que hubiéramos fallado fuéramos nosotros al escogerlos, como si no estuviéramos capacitados para entender bien los problemas. Como si la gente normal siempre quisiera hablar de los temas equivocados. Como si fuéramos malas personas por no querer lo que ellos creen que deberíamos escoger.

Mientras tanto, un Ibai finito reunió 9 millones de dispositivos en un show en La Cartuja con chavales en forma dándose piñazos. Y ahí estaban los del Río, coreando un “viva España” con la misma naturalidad con la que se canta una sevillana en una boda. Sin lecturas torturadas. Sin comas ideológicas. Una muestra clara de que la hispanidad, guste o no, sigue siendo una línea de fuerza. Como los enormes pechos de Sydney Sweeney, que son otra especie de declaración.