Caso Nóos

El «caso Nòos» y el procedimiento inquisitorial

La Razón
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Fue tal el arraigo de la Inquisición en España, un país de tendencias cainitas no bien explicadas por la historiografía que por el contrario sí dispone de una obra monumental sobre sus orígenes que debemos a Benzion Netanyahu.

La piedra angular del proceso inquisitorial es la confesión del acusado, y a ese fin las técnicas procesales se dotan de instrumentos que a la luz de nuestras conciencias se representan bien eficaces. Los vientos que alumbra el Siglo de las Luces arrasan esa cultura y borran las páginas más oscuras del catolicismo. En España el arraigo fue tan extraordinario que requirió cuatro normas, desde los «Decretos de Chamartín» de inspiración napoleónica en 1808, las Cortes de Cádiz el 28 de febrero de 1813 (restaurado por Fernando VII en 1813 y abolido de nuevo el 9 de marzo de 1820 con el Pronunciamiento de Riego, para recuperarlo en octubre de 1823 como «Juntas de Fe») y fue definitivamente abolido (¿casualidades de la vida?) en la Regencia de doña Cristina de Borbón en julio de 1834 (gobierno de Martínez de la Rosa).

No han pasado dos siglos y «algo de aquello» lo hemos visto en Palma de Mallorca.

Resulta patético ver cómo se minusvalora el derecho a guardar silencio. En el mal llamado «caso Noos», bien reciente y mediático hemos podido ver a través de la televisión cómo, a pesar de que la acusada (¿) –y pongo una interrogación por cuanto su acusación no está respaldada ni por el Ministerio Fiscal ni por la Acusación Particular y eso la hace inexistente; pero ahora no quiero entrar en ello–, decidió hacer valer su derecho a no declarar, se permitió que tal pseudoacusación realizara una serie de preguntas que es de suponer debían ser las que hubiera realizado si la acusada no hubiera ejercido su derecho. E incluso, el Tribunal «no permitió» algunas de ellas por considerarlas ¡impertinentes!, lo cual aumenta el desconcierto, pues todas, absolutamente todas son impertinentes: no por su contenido (que es indiferente) sino por su absoluta ausencia de derecho a realizar pregunta alguna como ya dejó bien aclarado la Sentencia del Tribunal Supremo nº. 176, de 24 de abril de 2008: «El silencio del acusado no puede ser objeto de valoración por el Tribunal, pues del ejercicio de un Derecho constitucional no debe subseguir un efecto negativo a su presunción de inocencia». Jurisprudencia reforzada por la dogmática penal y procesal penal de los profesores Bacigalupo y Jacobo López Barja de Quiroga, entre otros, pero no sólo. Como ya la justicia es una cosa mediática, podemos entender que se desconozcan las leyes y su espíritu, pero desde luego lo que es intolerable es que se desconozcan las películas y las series (magnificas algunas) de televisión, donde impera la cultura del norte de América que desde la Sentencia Mayoy contra Hogan en 1964, el Caso Griffin en 1965 y más recientemente con aplicación general el Caso Carter contra Kentucky de 1985, como me ilustra el letrado Javier Egea, se consagran los principios inherentes a la 5ª Enmienda de la Constitución Norteamérica : «El derecho de toda persona a permanecer en silencio a menos que elija declarar en el libre ejercicio de su propia voluntad y el derecho a no sufrir pena alguna como consecuencia del ejercicio del silencio».

A cualquier persona ajena al mundo jurídico la cuestión le debe parecer sencillamente de locos. ¿A santo de qué se hacen preguntas que no van a ser contestadas? Tiene esto alguna razón oculta, o bien, parafraseando a Obélix: están locos estos juristas, por muy extendida que esté esta perversión en los órganos judiciales.

La única «explicación» que podemos encontrar, aunque como veremos está equivocada, es que lo que se realiza es una trasposición de lo previsto para el interrogatorio del testigo, cuando determinadas preguntas se declaran impertinentes. Me explicaré: constituyen motivos de casación por quebrantamiento de forma y, por consiguiente, dan lugar a la anulación de la sentencia (y seguramente del juicio oral), cuando durante el juicio oral el presidente del Tribunal ha impedido que el testigo conteste a determinadas preguntas por impertinentes, sugestivas o capciosas. En estos casos, para que el Tribunal Supremo (en el recurso de casación) pueda valorar la pertinencia o no de las preguntas, es preciso que se hagan constar en el acta tales preguntas; y que en su caso, exista una razón que justifique que se realice una pregunta que, al declararse improcedente, no ha podido ser contestada.

Pero no ocurre así con el acusado; éste está ejercitando un derecho fundamental y de su ejercicio no puede depararse perjuicio alguno. No existe ningún derecho que ampare que en tales casos se realicen preguntas, ni tiene utilidad alguna que se hagan constar en el acta del juicio oral. Tal vez se buscara el escarnio público, pero –desde luego– para ello no están los juicios (pero si los linchamientos). El juicio requiere seriedad y no el lucimiento de nadie ni el escarnio de nadie.

¿Qué derecho ampara tal proceder? Ninguno. No puede hablarse de un derecho a la acusación (con independencia de la problemática de cuáles son los intereses que defiende), pues dicho derecho no es ilimitado o absoluto, sino que ha de someterse a las reglas del proceso, esto es, a la Ley (¿imaginan un Fiscal sin sometimiento al Derecho?); y, en la Ley lo que existe es el derecho fundamental amparado por la Constitución a no declarar. Y, en parte alguna dice que tal derecho esté sometido como contrapartida a escarnio. La defensa frente a cualquier acusación tiene derecho a elaborar su estrategia de defensa y en uso de ese derecho puede interrogar o no a los testigos o peritos presentados por el Fiscal, o aconsejar a su cliente que no declare, etc.

Así pues, además de no existir ningún derecho que pueda amparar tal proceder, ha de indicarse que se trata de una acción sin finalidad procesal alguna. Como dijimos, en el caso de los testigos la cuestión tiene un fundamento que lo avala, pero en el caso del acusado carece de todo fundamento. Las preguntas contestadas son las únicas que pueden valorarse por el Tribunal, las preguntas no contestadas carecen de posibilidad alguna de ser valoradas.

El que no contesta, no dice nada; ni afirma ni niega. Si a un acusado se le pregunta: ¿mató usted a tal persona? y, el acusado no contesta, el Tribunal nunca va a poder decir que se ha quebrado la presunción de inocencia, porque al no contestar ha dejado de negar que lo hubiera matado. Entender el derecho a no declarar de otra forma no concuerda, como bien dice López Barja de Quiroga y aquí hemos seguido las explicaciones contenidas en sus obras, ni con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ni del Tribunal Constitucional, ni del Tribunal Supremo, ni, añadimos nosotros, de las series de moda. Entenderlo de otra manera conduce a menospreciar el derecho fundamental a no declarar y, al mismo tiempo, invertir el principio de presunción de inocencia.

Para otra ocasión intentaremos desmontar otras reminiscencias de la inquisición en el vigente proceso penal, como el hecho de que los acusados son oídos antes que testigos y peritos, cuando debería ser exactamente al revés.

Por ello, concluyo que la visión en televisión de tal «forma procesal» me ha resultado patética y, además, inane, sin amparo legal y buscando unas finalidades bien lejanas a las que debe buscar un proceso judicial en un Estado de Derecho.

Dura lección de historia. Que seamos capaces de recordar desde doña María Cristina de Borbón-Dos Sicilias que deroga la inquisición y el interrogatorio forzoso de la persona acusada, pasando por la segunda esposa del Rey Alfonso XII y madre de Alfonso XIII a la actual heredera del mismo nombre. La imagen televisada nos recordó que el progreso en los derechos humanos le sería negado. Y lo soportó con la dignidad que le es propia.

*Abogado