Tribunal Supremo
El juez Llarena, héroe y villano: "Mientras yo esté, usted no paga"
Su vida cambió el 31 de octubre de 2017. Escoltas y acoso a él y su familia desde el soberanismo; gestos de apoyo de los que le ven como el defensor de España. Él solo quiere «volver a la normalidad»
El 31 de octubre de 2017 marca un punto de inflexión en su vida. Ese día, el Supremo admite a trámite la querella de la Fiscalía General del Estado contra la ex presidenta del Parlament y otros cinco ex miembros de la Mesa de la Cámara catalana.
Nació en Burgos, pero gran parte de su vida ha transcurrido en Cataluña donde llegó muy joven. Ha vivido el Derecho desde niño en su familia, no en vano su padre fue un prestigioso abogado y posteriormente accedió como magistrado al Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, y su madre fue la primera mujer que se inscribió como ejerciente en el Colegio de Abogados de Burgos. Cataluña le tira mucho, tiene familiares directos, le gusta el Pirineo y sus largos paseos en moto con amigos. «Pero la verdad es que ahora se siente mucho más libre en Madrid que en Cataluña. De hecho, se ve haciendo su vida aquí. Está muy centrado en el Tribunal Supremo y de momento, no se plantea lo más mínimo un posible paso al ejercicio privado del Derecho», explica a este periódico uno de sus mejores amigos, jurista como él. Su nombre, como el de Manuel Marchena, estará a partir de ahora ligado intrínsecamente a una causa, el «procés» y el haber puesto a los pies de la Justicia a quienes, presuntamente todavía, pusieron en jaque a todo un Estado de Derecho como es España.
El 31 de octubre de 2017 marca un punto de inflexión en la vida profesional y personal de Pablo Llarena. Ese día, el Tribunal Supremo admite a trámite la querella de la Fiscalía General del Estado contra la ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y otros cinco ex miembros de la Mesa de la Cámara catalana por, entre otros, el delito de rebelión. El magistrado Pablo Llarena era designado instructor de la causa. Llevaba menos de dos años desde que tomó posesión en el Alto Tribunal como miembro de la Sala Penal. El 24 de noviembre de ese mismo año, asumía también el procedimiento que se había abierto poco antes en la Audiencia Nacional contra el hoy prófugo Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, los «jordis» y el resto de quienes fueron finalmente juzgados. En sus manos estaba un proceso histórico en la Justicia española, tanto por quienes se han sentado en el banquillo como por poner coto al intento de subvertir el orden constitucional sin acatar los procedimientos legales establecidos ni poner reparos en la utilización de los medios necesarios para ello.
Llarena pasaba desde ese momento a estar en foco mediático, y, especialmente, en el foco del sector independentista catalán más radical. Había dejado de ser un «magistrado más» para convertirse en quien iba a tener un papel decisivo en poner frente a la balanza de la Justicia el primer intento de romper España desde unas instituciones autonómicas. Su nombre era ya «maldito» entre quienes jaleaban y jalean a los que van a ser condenados en pocas horas.
Las consecuencias de mantener entre rejas a Junqueras, Forcadell y consejeros de «peso» como Forn o los líderes de las principales asociaciones nacionalistas, Jordi Sánchez y Jordi Turull, no se hicieron esperar. Fue un antes y un después en su vida personal y profesional. Profesionalmente, porque su instrucción ha sido refrendada, una vez tras otra, por la Sala que debía revisar sus resoluciones y su prestigio ha aumentado de forma más que notable; y personalmente, porque ha tenido que sufrir no pocos escraches y ha visto cómo su vida se rodeaba de escoltas. Salir del Tribunal Supremo, acudir a un restaurante a cenar con amigos o sencillamente algo tan normal como pasear con familiares le obligaba a ir «acompañado» de quienes velan por su seguridad.
A mediados de julio de 2018 finalizaba toda la instrucción y remitía la causa a la Sala de enjuiciamiento. En menos de nueve meses cerraba un proceso más que complejo. Ahora, el devenir procesal y personal de los acusados dejaba de estar en sus manos. Pero ello no cambió su «modus vivendi», los radicales le tenían en el centro de su ira y no perdían ocasión para demostrarlo, ya fuese con lanzamiento de botes de pintura amarilla a su vivienda de Barcelona o cuando intentaba disfrutar de unos días de playa con su familia; días que tenía que acortar por gracia de quienes respetan la independencia y separación de poderes.
Desde que dejó la causa hasta ahora, Llarena ha buscado la «normalidad», perderse otra vez en el «anonimato» de ser un «magistrado más», de asumir las causas que le correspondan y formar parte de la Sala que debía resolver determinados recursos. Por ello, ha mantenido un «perfil más que bajo» desde entonces, con apariciones públicas muy contadas y sin «salirse del guión». Ha intentado, eso sí, seguir con «su vida de siempre», sin renunciar a las cenas, aunque cada vez más distanciadas, con sus amigos de Barcelona y hacer una vida familiar lo más normal posible. En Madrid, en cambio, disfruta de mucha más «libertad», disfruta de los amigos con más tranquilidad y allá donde va siempre es recibido más que cordialmente. Eso sí, las cautelas no las deja y sus «sombras» también le acompañan en la capital allá donde va.
Durante los meses de juicio y los posteriores de deliberación de la Sala, que en pocas horas tendrá su culminación con la sentencia, Llarena ha mantenido una relación «de compañerismo y muy normal» con quienes van a sentenciar la instrucción que él realizó; pero, eso sí, del juicio prácticamente no han hablado nada y, por contra, lo que ha habido ha sido un exquisito respeto mutuo entre instructor y la Sala; un respeto absoluto por el trabajo de sus siete compañeros encargados de juzgar y sentenciar los hechos que él investigó: «No ha mantenido ningún contacto con el tribunal. Es un absoluto convencido de que entre el instructor y el tribunal no tiene que haber contacto alguno por razón de la causa».
En los meses desde que acabó la instrucción hasta ahora ha habido un «contacto cero» entre Llanera y los siete magistrados de la Sala. Sólo alguna vez ha podido coincidir con algunos de ellos a mediodía, «pero con normalidad, sin hablar de nada del juicio». «Llarena no ha querido buscar ese contacto porque es un férreo defensor de la independencia de quien instruye y de quien juzga, y porque podrían salir a relucir cuestiones sobre las que él podía tener una opinión y el tribunal las puede ver de otra», señala un jurista con el que mantiene una muy estrecha amistad.
Pablo Llarena tiene «mucha gente a favor», aunque en Cataluña «es mucho más difícil de expresar». Un par de ejemplos lo puede sintetizar muy bien. Cuando todavía instruía la causa se encontraba en un restaurante de Madrid con un íntimo amigo a la hora del aperitivo. A la hora de pagar las consumiciones un cliente se puso en medio de ellos y le espetó a la cara: «Mientras yo esté, usted no paga nada». Y es que, como señala quien entonces le acompañaba, «resultaba complicado pagar en un bar o restaurante cuando ibas con Pablo».
En otra ocasión fue con su mujer y un amigo a tomar el aperitivo a un bar muy concurrido de San Cugat. En un momento determinado, su mujer se percata de que hay una «mujer con mala cara». Advertido de ello, Llarena gira la cabeza, mira a la mujer y...sorpresa, ésta le hace una señal de aprobación con el dedo pulgar hacia arriba. «Ese gesto lo vio Pablo y nadie más».
Sorpresa también fue la que se llevaron unos vecinos de un edificio de viviendas de Sabadell. Llarena comía ese día con dos amigos en las cercanías de Barcelona, «acompañados» por cuatro escoltas en dos coches. Horas después se trasladaron al domicilio de uno de ellos para terminar de pasar la tarde y cenar tranquilamente. La mujer de Pablo Llanera, magistrada también en Cataluña, se trasladó desde su casa hasta el domicilio donde habían quedado, también protegida por otros dos escoltas. De esa forma, se juntaron en ese domicilio tres coches con seis agentes de seguridad, lo que obviamente llamó la atención de los vecinos. Hasta ahí, todo «normal», a no ser que se tratara de un edificio «repleto de esteladas y banderas independentistas y con casi todos los vecinos en los balcones, extrañado por tanto coche oficial y escoltas. Fue algo más que llamativo», reconoce uno de los asistentes a ese encuentro entre amigos.
No han sido poco los escraches que ha tenido que sufrir en Cataluña por arte y gracia de esos radicales «demócratas» que, escondiéndose en el anonimato, en la noche o en la multitud, cuando se conocía que se encontraba en «su» tierra. «Lo ha llevado –los escraches– muy mal, especialmente aquél en el que se encontraba su hijo sólo en su casa».
Uno de los momentos más críticos que ha tenido que vivir sucedió tras la detención de Puigdemont en Alemania. Aquel día estaba en Madrid y su mujer e hijos en San Cugat y no pensaban salir de allí, pero la situación en Barcelona empezaba a más que caldearse y a crisparse por momentos. Al final, se tuvo que montar un dispositivo para sacarlos de madrugada y trasladarlos hasta Madrid. «Fue el momento más tenso que ha vivido estos meses». Pero, «a pesar de todo, tiene la confianza en que esto se normalice algún día».
Con todo, la situación más complicada que vivió se produjo en el verano de 2018, disfrutando de unos días de vacaciones estivales junto a su familia. Estaba en un restaurante de la Costa Brava cuando una de las mujeres presentes en esa comida se percató de que había «algo raro» y que lo mejor era marcharse. Al abandonar el local le rodearon pero logró entrar en el coche oficial. Al vehículo «le dieron leña a base de bien, y él dentro del coche aguantando, hasta un tanto asustado por la actitud de esos violentos. Si tarda 10 minutos más en salir del local...». Los mossos no identificaron a nadie.
Pero la travesía de Llarena con el procés no ha terminado. Ni mucho menos. Además las más que probables euroórdenes contra los prófugos tras la sentencia, tiene pendiente la demanda de Puigdemont contra él presentada en Bélgica por vulneración del «derecho a un proceso imparcial». El 20 de febrero de 2020 se decidirá si se admite a trámite.
Cuando el Gobierno, en primera instancia, rechazó ofrecerle los servicios jurídicos para su defensa ante esa demanda, un grupo de jueces, a título individual, y abogados decidieron poner en marcha un «crowdfunding» para sufragar esos gastos, a lo que Llanera contestó de forma rotunda: «Ni hablar». Pensaba que era obligación del Estado, porque él había actuado por cuenta del Estado y que si éste no asumía su defensa «no iba a permitir que nadie se la pagase y que prefería quedarse sin defensa, porque no pensaba ir a esa demanda como un particular cuando su actuación no fue como particular».
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