Opinión

Elecciones, expectativas y Justicia

La convocatoria electoral generó unas razonables esperanzas de cambios después del peor período que el poder judicial ha conocido en la actual era democrática

Dos jueces en el Tribunal Supremo.
Dos jueces en el Tribunal Supremo.Cipriano PastranoLa Razón

Para algunos, al menos para los que nos ha correspondido ser actores de este tiempo en el complejo mundo de la Justicia, la convocatoria electoral del 23 de julio generó unas razonables expectativas de cambios después del peor período que el poder judicial ha conocido en la actual era democrática. Los ejemplos del maltrato al poder judicial por parte del ejecutivo y del legislativo fueron muchos, y de ellos se ha hecho eco el reciente informe sobre el Estado de derecho en España redactado por la Comisión Europea que, entre los marcadores negativos, ha incluido la preocupación por las manifestaciones de menosprecio al poder judicial que de manera recurrente han llevado a cabo miembros del Gobierno y del Parlamento para desmerecer el crédito de los jueces ante la ciudadanía.

Con ser eso grave, no ha sido, ni de lejos, por lo peor que ha pasado la Justicia en los últimos cuatro años. Un Tribunal Supremo perjudicado en sus funciones de forma innecesaria e irresponsable es otro ejemplo aún peor de a dónde ha conducido la legislatura recién concluida. Pero más allá de los efectos en los que se traduce esta situación, es mucho más interesante en este momento preguntarse por las causas, porque esa pregunta se relaciona con las expectativas a las que antes me refería. Y, en mi opinión, la pregunta clave que cabe hacerse es cómo es posible que algo así haya sucedido cuando el actor principal del Gobierno y del Parlamento ha sido un partido político histórico, de gobierno y constitucional.

Doy por sentado que la perspectiva de cada cual llevará a una respuesta diferente, pero lo que he podido observar desde la posición que he ocupado estos años me ha convencido de que sólo hay una respuesta posible: se ha antepuesto la voluntad de ocupar y acaparar el poder a la necesidad del Estado, y ello ha llevado a pactos, que en otros tiempo se hubiesen considerado imposibles, con quienes su objetivo era destruir el Estado, al menos tal y como se entiende en nuestro marco constitucional: se ha pactado con un partido de extrema izquierda que de manera explícita ha renegado de la Constitución y del proceso de transición que la alumbró, y se ha pactado también con partidos políticos que igualmente reniegan del Estado y que son herederos de quienes no hace demasiado tiempo utilizaban el asesinato y el secuestro como medio de «acción política» o cuyos miembros, hace mucho menos tiempo aún, han incurrido en sedición contra el Estado.

A esos pactos antinatura para un partido constitucional se les ha llamado pactos o gobiernos Frankenstein. Es un término acertado, pero no sólo porque, como el monstruo que creó el Dr. Frankenstein, consistan en un puzle de pedazos inconexos, sino sobre todo porque el personaje de la novela de Mary Shelley era un ser de apariencia espantosa y alma podrida, rencoroso y vengativo cuyo único fin y sentido de existir era destruir a su creador y, entretanto, causarle todo el daño posible.

Vista la situación actual, ya no sé si mis expectativas sobre lo que resultaría para la Justicia del proceso electoral del 23 de julio eran modestas o una ensoñación. Se limitaban a que, fruto de las elecciones, se generase un marco político en el que los partidos con voluntad de preservar el Estado recompusiesen la maltratada Justicia que deja la legislatura: que se cumpliesen las exigencias de Europa, que se renovase el CGPJ y se modificase nuestra Ley para que su elección cumpliese con lo que incluso ya es una exigencia de la jurisprudencia europea, que acabase con la penosa situación del Tribunal Supremo y se renunciase a la agresión sistemática al poder judicial. La foto que ha resultado del proceso electoral es ciertamente compleja, pero no incompatible con mis expectativas si la llave la tienen (y efectivamente la tienen) partidos constitucionales que antepongan la preservación del Estado a otros intereses. Los movimientos de los que se da noticia, sin embargo, apuntan en una línea muy diferente, y nada bueno cabe esperar de «negociaciones» entre cuyos interlocutores se encuentran dos prófugos de la Justicia, lo que con ser un insulto para un Estado o para su dirigente menos exigente, es el anticipo de lo que está por llegar.

Tener expectativas puede ser doloroso, porque se pueden defraudar, pero vivir sin esperanzas es mucho peor aún. Esperemos que el sentido de Estado tenga aún espacio entre los partidos que se presentan como partidos de Estado.

José María Macías es vocal del Consejo General del Poder Judicial