
Extremo centro
¿Hay algo capaz de unirnos más allá del narcisismo de la diferencia?
Tal vez Sánchez, o quienes vengan después, no sean más que actores secundarios en esta tragicomedia

Empiezan los acuerdos políticos que deben nacer en la realidad post Sánchez. En un mundo que se debate de manera tan estúpida entre el odio y la nostalgia, tiene que ser más fácil quererse.
Más fácil al menos que seguir fingiendo esta guerra civil silenciosa entre lo que fuimos y lo que ya no sabemos ser. Sigo, semana tras semana, girando sobre la pregunta de si Sánchez es causa o síntoma.
Si, como a lo largo de la historia política se ha repetido en ocasiones, él es un hombre que es un suceso extraordinario. Un flautista que nos ha llevado de manera colectiva al pantano y de paso nos ha transformado en su escenario estratégico preferido.
O si quizás nuestro Lázaro sólo hace evidente con sus formas lo que en realidad ya era en nosotros. Si su teatralidad no es sino un espejo donde se refleja, grotesca y exacta, nuestra propia impotencia.
Cómo una ameba que sin forma ni espina dorsal reconocible acaba como consecuencia lógica ocupando todo el espacio disponible en un vaciamiento previo. Si antes de él la nave sin destino ya se había transmutado en un jinete sin cabeza.
Si no éramos ya otra cosa que un hueco, tan inerte e incapaz de afirmar, como únicamente basado en la inercia de todos esos días en los que se nos dice que nada cambia.
Hay una melancolía en esto de hablarles todo el rato de Sánchez. Un cansancio profundo sobre lo que parece es un país viejo y dormido, que ha confundido hacer con contarle todo tipo de extravagantes historias a una calle sorda a lo que les decimos.
Una conversación rota por los adictos al ruido, al pequeño escándalo diario que nos distrae de la pregunta más incómoda: ¿Qué hemos hecho con nosotros? ¿Esto era ya así cuando todos éramos más jóvenes? ¿Por qué se nos presenta como difícil lo que debería ser normal?
En mi caso está claro que al sanchismo le debo gran parte del sano escepticismo que, desde mi manera de ver el mundo, se ejerce sobre las mitologías de las instituciones de la democracia liberal: separación de poderes, periodismo, academia.
Digo esto tras una semana del tremendo show que en el ruedo nacional nos han ofrecido veteranos periodistas bajando al tajo como no había visto en mi vida. Les he visto cargando cajas de munición y ofreciendo sus propios cuerpos como sacos terreros de la estrategia judicial sanchista.
No me preocupa tanto que hayamos perdido el pudor, sino que algunos parecen disfrutar de la demolición. Como si todo este derrumbe les ofreciera por fin un papel relevante en la trama.
A estas alturas de la película, con grabaciones de Leire y campañas sobre bombas lapa, tenemos a personas con trayectoria saltando con alegría sobre cualquier granada.
Desde las mesas de redacción y las escaletas de la televisión pública apuntalando diferentes versiones de la esquizofrenia en formato de noticias, llenando las publicaciones de las redes sociales mediante relatos e interpretaciones malignas que distan, incluso en lo estético, de lo que se suponía debería ofrecer el periodismo a sus seguidores. Coristas del apocalipsis, alimentando la hoguera de la desconfianza entre españoles mientras proclaman su amor a la verdad.
Sobre la virtud pública de un aparato constitucional representativo que valida una amnistía y mañana podría validar el indulto de un fiscal cualquiera, hay una conversación por tener. Pero como tantas otras cosas lo podemos dejar para el día en que Sánchez pierda el poder.
Ese día nos enfrentaremos al espejo y tal vez veamos que el problema no era él, ni ellos, ni los otros, sino nosotros mismos, incapaces de sostener un proyecto común más allá del odio compartido. ¿Hay algo capaz de unirnos más allá del narcisismo de la diferencia?
Podríamos empezar por interiorizar que, en primer y último término, aquello que configura el funcionamiento de cualquier edificio, por histórico que sea o por alto que sea su lugar en la estructura jerárquica, son las conciencias de las personas que lo ocupan.
No las leyes, no los discursos, no los símbolos colgados de las paredes. Las conciencias. Y si esas están dormidas o estropeadas por el cinismo, ningún texto constitucional u ordenamiento jurídico nos salvará.
Quizás la política, en el fondo, no sea más que un espejo de nuestras miserias cotidianas. De cómo mentimos para sobrevivir, de cómo cambiamos de principios según sopla el viento del miedo o de la conveniencia.
Tal vez Sánchez, o quienes vengan después, no sean más que actores secundarios en esta tragicomedia de la identidad española. Y nosotros, los espectadores cansados, aquellos que seguiremos comprando la entrada.
Ya no creo que existan los contratos, ni los programas, muchísimo menos las ideas. Sólo quizás, un pequeño grupo de personas razonablemente imperfectas a quienes nos importe la palabra dada. Esa palabra que en estos tiempos ya no se pronuncia en voz alta. Ni se publica. Y que sólo importa a un puñado de personas que todavía no ha vendido su voz ni su cansancio. Gente que se levanta, paga sus facturas, vota con la normal resignación pero sin odio.
Que observa con un hilo de esperanza el espectáculo y murmura para sí: «Esto no puede ser todo». Esa gente, invisible, silenciosa, puede que sea la última reserva moral que nos queda. Por ellos :intentemos no cagarla.
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