La amenaza yihadista
Improbable, irracional pero no imposible
Algo ha cambiado en la guerra. Hasta hace poco, las amenazas eran más o menos previsibles. Un servicio secreto poderoso de una nación poderosa era capaz de intuir por dónde vendrían los tiros (nunca mejor dicho) del ataque del enemigo.
Algo ha cambiado en la guerra. Hasta hace poco, las amenazas eran más o menos previsibles. Un servicio secreto poderoso de una nación poderosa era capaz de intuir por dónde vendrían los tiros (nunca mejor dicho) del ataque del enemigo. Era necesario contar con los mejores científicos y los mejores espías. Gentes ambas preparadas para estar al cabo de la calle de las tecnologías militares y civiles que pudieran suponer una amenaza. Pero las cosas han cambiado en este siglo XXI. Hoy el ataque puede venir por cualquier lado. Lo demostró ese puñado de pilotos suicidas que estrelló tres aviones comerciales en las Torres Gemelas y las cercanías del Pentágono sin que nadie hubiera imaginado que eso podría pasar. Lo ha demostrado el creciente uso de drones para la realización de operaciones de terrorismo o antiterrorismo. Algunos expertos en seguridad internacional le han puesto un nombre a estas nuevas amenazas: las llaman peligros asimétricos, potenciales ataques ante los que no sabríamos responder. El uso de microbios para la producción de armas biológicas puede ser uno de esos peligros. Los microorganismos están ahí. Son cientos de millones. Es imposible controlarlos a todos. Y, para colmo, la capacidad científica de manipularlos y convertirlos en seres modificados genéticamente aún más amenazantes es cada vez mayor. La tecnología a día de hoy es muy transparente. El uso de técnicas de edición genética como «Crispr» podría permitir convertir una bacteria común en un microbio que tuviera la capacidad de contagio del resfriado doméstico y la capacidad de matar del ébola. No quiero decir que se haya hecho, no que sea fácil hacerlo ni que se vaya a hacer. Pero sí que las herramientas genéticas necesarias para ello están a disposición de cualquiera que tenga una preparación suficiente en ingeniería biomolecular. Y es que si algo tiene la ciencia es que sus postulados son libres, universales y gratuitos. La tecnología «Crispr» está a disposición de un genetista de Sri Lanka que quiera curar un cáncer con ella del mismo modo que de un genetista a las órdenes de un grupo terrorista. El Congreso de Estados Unidos recibió el mes de marzo un informe de la Agencia de Seguridad Nacional alertando de la rápida expansión global de conocimientos que, en manos equivocadas, podrían mejorar el potencial biológico de un enemigo. Son conocimientos no aptos para cualquiera (se necesita una preparación profesional muy elevada para ponerlos en práctica) pero fáciles de obtener. La amenaza parece probable, pero... ¿cuánto? Para que se produzca un ataque bacteriológico masivo y eficaz es necesaria una serie de condiciones. Primero contar con la tecnología útil de modificación biológica. Igual que con la fabricación de armas, la genética requiere de sustancias y aparatos que han de comprarse en el mercado y, por lo tanto, pueden ser rastreados. No es fácil instalar un laboratorio de edición genética en una montaña de Afganistán sin llamar la atención. Segundo, hay que dar con la clave de un microbio difícil de detectar, universal, fácil de inocular en grandes poblaciones y mortal. Además, hay que contar con que los países afectados no sean capaces de hallar una vacuna para ese mal en un corto periodo de tiempo. Pero, lo más importante: el terrorista, grupo o país que inicie el ataque sabe que el microbio liberado podrá volverse contra su propia población en un mundo globalizado como el que tenemos. No es como lanzar una bomba: la capacidad de confinamiento del ataque es reducida. Solo un grupo o país con una capacidad de odio suficientemente irracional como para poner en peligro a sus propias huestes se plantearía una acción así. Por desgracia, muestras de irracionalidad suicida hemos visto en más de una acción terrorista ya.
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