Grecia

Imputación por testimonios desairados

La Razón
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Quisiera comenzar estas líneas dejando bien claro mi respeto por la actividad que todo magistrado y juez lleva a cabo en sede judicial, y en concreto en la instrucción de los procedimientos cuyo conocimiento les han sido atribuidos por el cauce pertinente de reparto. Ésta es una premisa indispensable para ponderar algunas decisiones judiciales –como la que ahora nos ocupa–, que en determinadas circunstancias, tienen un calado, una transcendencia y una repercusión que escapan de la propia esfera judicial y de la mera instrucción de una determinada causa penal. La imputación de una Infanta de España no es algo irrelevante, y el silencio que es exigible con carácter habitual respecto de la independencia de los jueces, y que es presupuesto de su libre actuación y su máxima garantía, en circunstancias como las actuales debe soslayarse, siendo incluso obligado, o al menos pertinente, emitir una opinión al respecto, que como tal debe ser considerada.

En términos constitucionales, se debe ponderar muy detenidamente hasta dónde se puede alegar la igualdad ante la Ley para fundamentar una imputación, y esto como único argumento, exclusiva pieza de convicción y criterio determinante primordial para desarmar al menos provisionalmente –no lo olvidemos– la presunción de inocencia que tiene todo ciudadano, y que sólo puede soslayarse ante hechos contrastados que inspiren en el juez una duda racional y fundamentada que conlleve la imputación. Es de público conocimiento que la igualdad por imperativo constitucional y por la posición que la Corona ostenta en la monarquía parlamentaria que adoptamos en su momento como forma de gobierno, sólo y exclusivamente se rompe en la persona de Su Majestad el Rey de España. No se trata de una prescripción o disposición exonerante, que pretenda fomentar el privilegio, la diferencia por clase o nacimiento, la garantía de inmunidad, sino una disposición constitucional coherente con la posición de neutralidad y el carácter moderador que se otorga a la Corona en el Título II de la vigente Constitución, y que preserva al Monarca de dejarle al arbitrio de eventuales imputaciones judiciales, que pondrían no ya a la persona del Rey, sino al conjunto del sistema en tela de juicio. Esta exorbitante prerrogativa es exclusiva del Jefe del Estado, y por lo tanto no extensible a sus descendientes, aunque estén perfectamente identificados en la línea de sucesión al trono.

Establecida esta premisa, es evidente que la mesura, la ponderación, la prudencia, el tacto, en circunstancias y hechos que puedan dañar la posición de la Jefatura del Estado son perfectamente exigibles y pertinentes, y sobre todo por aquellos que deben velar por la aplicación de la Justicia, que no olvidemos que se imparte en nombre del Rey y que emana del pueblo español. Es evidente que la imputación de una persona de la Casa Real es un hecho relevante, y que debe ser sin duda alguna calificado como extraordinario. No se puede fundamentar en presunciones perentorias, en testimonios desairados, en datos que no han sido ni confirmados ni desvirtuados en el momento de la imputación, es decir, que parecen estar insinuando que la duda que se le suscita al magistrado todavía no ha adquirido un grado de firmeza que obligase a proceder inmediatamente a la misma.

La igualdad ante la Ley es un principio constitucional, pero también es una garantía, y un derecho fundamental que no sólo es invocable por el que se siente preterido o discriminado ante una situación en concreto, y donde siempre se debe ponderar el tertium comparationis, es decir, la determinación de en qué se está discriminando o qué posición jurídica ha sido lesionada. Más explícitamente, el hecho de formar parte de la Casa Real española no es un privilegio ya que acarrea onerosas y gravosas consecuencias para sus miembros, pero por ello mismo, la exigencia del respeto a sus derechos es una invocación tan legítima como la que pueda llevar a cabo cualquier ciudadano español; en este punto, tajantemente, imputar para evitar agravios comparativos con otros imputados no puede ser aceptable en derecho. Como ya hemos dicho, la imputación debe basarse en situaciones contrastables que generen en el juez una duda legítima sobre la participación dela persona en el presunto delito. Desde esta perspectiva, el auto de imputación de la Infanta Cristina de Borbón –séptima en la línea de sucesión a la Corona- no parece fundarse en certezas que todavía no puedan ser contradichas durante lo que quede de instrucción del procedimiento.

En resumen, el respeto por la Casa Real y por sus miembros no debe nunca llegar a situaciones de privilegio injustificadas, que pudiesen proteger ante circunstancias clamorosas, escandalosas y que en la opinión pública –y más por un juez instructor– se percibiesen como indiscutibles. Pero tampoco pueden provocar que una ciudadana española sea desprovista de las presunciones y garantías constitucionales que la amparan tanto como a cualquier otro ciudadano español, con independencia de que se llame Cristina de Borbón y Grecia.