Opinión
El jardín prohibido
Las peores palabras, las más proscritas en todo político, son tres: perdón, dimisión y destitución
Gordo, maricón, mongolo, sudaca, marimacho, subnormal, negro. Todas estas palabras forman parte de la lista que ya no podemos usar en castellano porque está feo hacerlo. No debemos usarlas porque ya lo dijo Larra: lo que no se puede decir, no se debe decir. Doy por sentado que a Mariano José de Larra lo estudiaron todos ustedes en el colegio. Si no ha sido así, mal hecho.
Ahora bien, entre las palabras actualmente impronunciables en nuestro idioma hay tres, en el ámbito político, que superan con mucho a todas las que pudiéramos incluir en la lista citada. Las peores palabras, las más proscritas en todo político que se precie, son tres: perdón, dimisión y destitución.
La interdicción de cualquiera de esos tres vocablos ha sido uno de los principales tabúes de los últimos años de gobierno. Por mucho que se esforzaran, a los políticos con mando en plaza les resultaba imposible articularlas. Les provocaban una repugnancia y un pánico cerval en la medida que estaban relacionadas con la autocrítica. Eso sí que les resultaba en verdad políticamente incorrecto.
La semana pasada, sin embargo, después de años de espera, pudimos asistir al prodigio. Quien sabe si debido a unas esforzadas clases de logopedia que culminaron con éxito o a un momento de inteligencia artificial inducida, nuestro presidente puso en marcha sus órganos de fonación y, no sin esfuerzo, articuló la palabra «perdón». Ver a todo un presidente del gobierno pidiendo perdón por los desperfectos que ha ocasionado su gobierno es un momento espectacular. Los momentos más sensacionales de cualquier poder son cuando se avergüenza de sí mismo. Pero, lógicamente, si el gobernante pide disculpas a sus administrados por algo que su gobierno ha hecho mal (perjudicando a gran número de gente) el paso consiguiente sería relevar de su puesto al responsable de haber provocado esos perjuicios. Y eso no ha sucedido. No ha habido dimisiones ni destituciones. Con lo cual queda claro que, en cualquier momento, los colosales cerebros que provocaron los desmanes por los que se pide disculpas pueden volver a liarla con cualquier otro tema de interés general.
La demanda de disculpas queda por tanto vacía de contenido si no se acompaña de los pasos lógicos que comportaría una asunción de responsabilidades. Es como esos perdones condicionados que se han puesto tan de moda últimamente. Aquello de decir: «si alguien se ha sentido ofendido, pido disculpas». El truco es diluirlo en lo general, para que parezca que nadie ha sido perjudicado en particular. Esos modos me recuerdan al de una impagable canción italiana de 1976 titulada «El jardín prohibido» que cantaba por aquel entonces sin inmutarse un intérprete melódico llamado Sandro Giacobbe. Para los que, por edad, no recuerden el pasado siglo, les haré un breve resumen. En la canción, el intérprete daba vida al discurso de un imaginario macarrón italiano quien, con considerable desfachatez, le confesaba a su novia, entre grandes gesticulaciones de arrepentimiento, que le había sido infiel. Aparte de apabullarla con detalles del desliz que probablemente ni ella, ni cualquier persona en su sano juicio con dos dedos de frente, le habría pedido, el protagonista pasaba, acto seguido, a argumentar su comportamiento. Todo ser humano que no tenga una patata por cerebro y un higo seco por corazón, pensaría que los más urgente es prometerle a la afectada que nunca volverá a suceder nada semejante. Pues no. El protagonista de la historia en primera persona de la canción optaba por argumentar simplemente que él «solo se había comportado como un ser humano» (lo cual es discutible a menos que su idea humana sea la de un babuino) y remataba con la fabulosa frase final de «la vida es así, no la he inventado yo».
Obviamente, una argumentación de este tipo no tranquiliza mucho a ninguna pareja de cara a un posible futuro. ¿Qué enseñanza podemos extraer de este coqueto episodio musical usándolo como apólogo de la actual situación española? Pues, aparte de ejemplificar el evidente fracaso del sistema social y escolar italiano de los setenta, queda claro que nuestro presidente tiene hechuras (y apostura) de romántico cantante melódico, pero que las palabras «dimisión» y «destitución» siguen siendo para su gobierno un jardín prohibido.
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