ETA
Atentado de Hipercor: la generación EGB que rompió ETA
Algunas víctimas del peor atentado de la historia de ETA ignoraron durante años que lo eran. Sus familiares se lo habían ocultado o el silencio imperaba en su entorno. Hoy, tres décadas después de la tragedia, hablan del día que cambió sus vidas para siempre
Algunas víctimas del peor atentado de la historia de ETA ignoraron durante años que lo eran. Sus familiares se lo habían ocultado o el silencio imperaba en su entorno. Hoy, tres décadas después de la tragedia, hablan del día que cambió sus vidas para siempre.
Esta historia empieza con 21 muertos y 45 heridos. Nace de las ganas de Álvaro Cabrerizo, Maria Josep Olivé o Robert Manrique, sobre todo, de reconstruir las vidas que rompió ETA el 19 de junio de 1987, cuando hizo explotar un coche en el Hipercor de la avenida Meridiana de Barcelona. Vidas como las suyas, las vidas que hay detrás de las cifras. Cabrerizo perdió de un día para otro a sus dos hijas y a su mujer, Susana, Sonia y María del Carmen. Olivé, a su marido, Xavier Valls. Y Manrique, que trabajaba en la carnicería, resultó herido con quemadas en el 80 % de su cuerpo. «Entré en el hospital que mi hijo pequeño de diez meses gateaba y cuando salí, ya corría», cuenta sin perder el sentido del humor. De ese atentado, el más mortífero de ETA, han pasado 30 años ya. Entonces, no había Facebooks ni teléfonos móviles, tampoco ayuda psicológica, ni asociaciones, ni apoyo de las administraciones. Para encontrar a las víctimas, Manrique, que regresó a la carnicería, preguntaba a los clientes y cuando se encontró a Cabrerizo, en el juicio de dos de los etarras Troitiño y Ernaga, se ayudaron de la sentencia, donde aparecía la relación de los nombres de las víctimas, y de las páginas amarillas. Hoy todavía tienen a cuatro por localizar.
Pese a que todos los 19 de junio son especiales para ellos, el resto de la gente se acuerda de los hechos cuando llegan fechas redondas, como la de ahora, el 30 aniversario, para el que se han organizados actos, misas y minutos de silencio. LA RAZÓN reunió a algunas de ellas.
–Hola, soy Jordi Valls, el hijo de Xavier Valls.
–Yo soy Joel, hijo de Robert Manrique.
Es la primera vez que Jordi Valls y Joel Manrique se presentan oficialmente. Lo hacen con un abrazo afectuoso. Minutos más tarde, tras tomarse una bebida para recuperarse de un mareo que le provoca una incipiente migraña, se suma Jordi Morales. También es la primera vez que ve a Valls, optimista incorregible, y también se dan un sentido abrazo. El sentimiento de solidaridad, empatía y comprensión que comparten emociona.
Valls, Joel Manrique y Morales tienen edades parecidas, entre los 33 y los 37 años. Forman parte de la generación EGB. Pero a diferencia de los niños de su edad, en vez de viajar al futuro, con el Delorean y Marty McFly, soñaban con volver al pasado para evitar que la bomba que ETA puso en el Ford Sierra aparcado en el Hipercor estallara a las 16.10 del 19 de junio de 1987.
« Ese día ETA me destrozó la vida», cuenta Morales. Tenía sólo siete años y perdió a su padre y a su madre, María Teresa Daza, que estaba embarazada de tres meses, pero «eso sólo lo sabía mi abuela que guardó el secreto hasta doce años después del atentado».
Morales sigue necesitando ayuda psicológica. Durante la infancia, sus tíos no hablaban de los hechos. Las noticias que salieron en la Prensa tras su asesinato cuentan que eran dos vecinos muy queridos de Santa Coloma por su activismo. Su padre incluso llegó a ser juzgado en consejo de guerra por enfrentamientos con la Guardia Civil para exigir la construcción de un ambulatorio. Y sin embargo, Morales no tuvo una foto suya hasta que se la dio Manrique, cuando lo encontró, once años después del atentado. Tenía 18 años y hasta entonces no había sido consciente de ser una víctima de ETA. Y así empezó a recibir ayuda para asimilar los hechos, la pérdida de unos padres por los que no ha llorado hasta 30 años después. «Iba al cementerio a verlos, arreglaba los nichos y ponía flores. Como un robot. Pero hace dos años nació mi hija y cuando fui a presentársela, lloré todo lo que nunca había llorado». Su hija se llama Sara. «Guardo dos fotos de mi madre y se parece a ella», cuenta contento. De cómo Manrique dio con Morales es una de esas casualidades tan inquietantes como que Sara naciera el 19 de junio.
Entre las actividades que la ACVOT montaba para los niños, un día tocó ir al campo del Espanyol. Y allí corría una mujer que al enterarse de quiénes eran los chavales exclamó: «¡Anda, como un chiquito que hay en Granollers, que dicen en el pueblo que sus padres murieron en el atentado!». ¿Cómo? Manrique voló a ese municipio que está a 20 minutos de Barcelona y descubrió que dos de las víctimas eran pareja y habían dejado a un huérfano de siete años. Como no estaban casadas y en la sentencia aparecían sus respectivos padres de herederos, del niño no había ni rastro. Morales estuvo cuatro años de juicio para que sus derechos fueran reconocidos.
Cuando en la conversación surge la pregunta de si serían capaces de perdonar a los terroristas, Morales responde con un «no» rotundo. «Yo odio. Tengo mucha rabia dentro. A mi, me destrozaron la vida». Aunque se alegró el día que ETA dijo adiós a las armas. Valls lo entiende, aunque defiende que «hay que ser generoso» porque «por encima de todo está la paz». Valls es un tipo vital y empático, mira a Morales y matiza que sus historias, pese a cruzarse hace 30 años, son diferentes. «Yo perdí a mi padre, pero he tenido a mi madre y a mi hermano con los que hicimos una piña». De aquel 19 de junio recuerda que tenía seis años, que su padre, un carismático arquitecto de Santa Coloma y «el mejor candidato independiente a la alcaldía de la ciudad», según decía «La Vanguardia», se fue a trabajar a su despacho. Y su madre a las Escuela Suiza de Barcelona, donde daba clases. Que por la tarde, llamaron a casa porque su padre no se había presentado a un acto. ¿Dónde se había metido? Nunca había ido a Hipercor, pero ese día entró para arreglar unos billetes en la agencia de viajes para las vacaciones. Fue el último coche que dejaron pasar, después de que ETA avisara de que había puesto un coche bomba. No se desalojó porque pasada la hora de la deflagración anunciada por los etarras no se encontró ningún artefacto. Pero es el único atentado terrorista donde la justicia declaró al Estado responsable porque la policía no evacuó.
Días después del atentado, la directora de la agencia de viajes fue a casa de los Valls a explicarles que cuando Xavier estaba tramitando los billetes vio que se había dejado el DNI en el coche, bajó a buscarlo... y sus vidas cambiaron.
Valls se sorprende cuando Joel cuenta que al pasar por delante del Hipercor ve el edificio en llamas, aunque sólo lo ha visto en fotos, que cuando oye la palabra Hipercor o ve las siglas HB (Herri Batasuna) se estremece y que con cada atentado no puede dejar de pensar en las víctimas que hay detrás de las cifras. ¡A mi me pasa lo mismo!, exclama. Los dos han entrado una sola vez al Hipercor, «yo acabé llorando», dice Joel. Sólo tenía tres años cuando ETA se cruzó en su camino. Pero tiene «flashes» del día. Estaban en casa de su abuela, en el barrio del Carmel, la radio dio la noticia y su madre cogió el bolso y desapareció. Aquella tarde, su padre no tenía que estar trabajando. Tenía 24 años. Pero un compañero le pidió un cambio de turno y allí estaba, en la carnicería del Hipercor cuando explotó el Ford Sierra bajo sus pies. El efecto fue similar al NAPALM, convirtió el aparcamiento en un horno. Recuerda un ruido seco y después que se le desintegraba la piel. «Conocía una salida de emergencia, como pude, avancé entre trastos y humo. Y cuando logré salir, alguien me metió en un taxi y desperté en la UCI».
Los niños son asombrosos y durante los meses que Manrique estuvo en el hospital, su hijo Joel le decía a su madre: «mamá, yo haré de papá y os cuidaré, ¿vale?». Para bien o para mal «ese atentado me convirtió en una persona terriblemente responsable», cuenta Joel. Lo demuestra cuando mira el reloj y le dice a su padre «nos hemos de ir, que tenemos pista a las nueve». Se van a jugar a padel (el partido lo ganará el padre). Morales y Valls los despiden y miran cómo se van. Ellos no tienen partido y se quedan hablando. Valls explica que para el acto del Ayuntamiento, en la silla que representa a su padre dejará unos bocetos quemados que llevaba el día que fue asesinado. «Pues yo dejaré unos patucos y un vestido de mi hija Sara en las sillas de mis padres», se anima a contar Morales. Conversan, se emocionan, bromean, comparten vivencias, hasta que Morales suelta: ¡Anda, ya no me duele la cabeza, ya puedo volver a casa! Ríen y se dan otro abrazo para despedirse.
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