
Opinión
Materiales para una reconstrucción (y III): la sociedad civil
Frente a la inercia de un Ejecutivo que prolonga polémicas estériles, la sociedad está llamada
a renovar su propia energía

La vitalidad de cualquier orden político se sustenta en la existencia de un espacio autónomo donde florece la voluntad colectiva sin ataduras partidistas ni dependencias oficiales. Ese ámbito, habitado por asociaciones libres, foros de discusión y compromisos ciudadanos, es el verdadero sostén de la democracia. En ausencia de esa trama informal, la acción gubernamental pierde anclaje y se ve sometida a vaivenes coyunturales, maniatada por la urgencia mediática y la seducción del titular momentáneo.
Bajo Gobierno de Sánchez, la deliberación pública corre el peligro de quedar atrapada en un laberinto de debates prolongados e improductivos. La discrepancia, convertida en arma de desgaste, termina por desfigurar el sentido original del disenso, que consiste en cuestionar con rigor y proponer con generosidad. Cuando la controversia se eterniza sin avanzar hacia soluciones reales, la sociedad se adormece y la confianza en las instituciones se fragmenta.
Por eso la reivindicación de la sociedad civil no puede limitarse a un gesto retórico: debe entenderse como un llamado al reconocimiento de una capacidad ciudadana para intervenir, fiscalizar y sugerir caminos alternativos.
No se trata de sustituir el papel de los representantes electos, sino de complementar sus decisiones con un contrapunto independiente que funcione como termómetro del sentir social. De ese modo, la discrecionalidad pierde terreno y la responsabilidad pública recupera su textura esencial.
La auténtica fuerza de ese bloque ciudadano reside en su autonomía. Alguien que participa por convicción y no por concesión oficial adquiere la legitimidad suficiente para exigir transparencia y coherencia. Esa legitimidad no surge de un cargo ni de un discurso grandilocuente, sino de la práctica cotidiana de organizarse, debatir y actuar con moderación. Allí donde la iniciativa emana del compromiso libre, el reclamo adquiere un peso que ningún decreto puede soslayar. La transparencia deja de ser una aspiración abstracta cuando la ciudadanía exige, con solvencia, mecanismos claros de acceso y fiscalización.
La auténtica fuerza de ese bloque ciudadano reside en su autonomía
Ese reclamo permanente, que no depende de ley especial ni de concesiones oficiales, introduce un contrapeso difuso, pero poderoso. Cada solicitud de información, cada auditoría ciudadana y cada sesión de debate público ponen en jaque el exceso de discrecionalidad que amenaza con corroer la confianza.
La sociedad civil, con su malla de actores heterogéneos, no es una suerte de red contra el conflicto, sino su racionalización antes de que se conviertan en crisis. Opera con agilidad allí donde las estructuras estatales tienden a enredarse en procesos formales y plazos dilatados. Esa capacidad de avanzar sin rebasar competencias y de corregir desvíos con mesura es la mejor vacuna contra la tentación de intervenir de forma arbitraria en ámbitos que exceden la misión del poder público.
La sociedad civil ejerce su condición de contrapoder al funcionar como un vigilante permanente de las decisiones estatales: sin aspirar a sustituir al Gobierno, aporta conocimiento de primera mano sobre las necesidades reales y plantea rutas de acción alternativa antes de que las políticas oficiales quiebren en su aplicación. Su independencia le permite articular iniciativas piloto, evaluar resultados y trasladar propuestas sólidas al debate público, convirtiendo la fiscalización en un proceso creativo. De este modo, impulsa un ciclo de mejora constante donde la voz ciudadana no solo cuestiona, sino que también construye soluciones viables.
Necesitamos acuerdos duraderos en base a razones compartidas
Frente a la inercia de un Ejecutivo que prolonga polémicas estériles, la sociedad civil está llamada a renovar su propia energía. Esa renovación implica incorporar voces nuevas, explorar vías de interlocución más flexibles y adaptar los cauces de participación a una realidad marcada por la rapidez del cambio tecnológico y la fragmentación social. Un entramado que no se actualiza corre el riesgo de convertirse en caja de resonancia vacía, incapaz de ofrecer respuestas válidas a los retos del presente. Debe entenderse que este impulso de base no nace de la voluntad de debilitar la acción gubernamental per se, sino de limitar sus excesos (estos años nos han dejado una colección para el triste recuerdo) y de dotarla de un termómetro social que corrija desviaciones.
Donde no alcanza la burocracia formal o esta se sobrepasa, llega la audacia mesurada de las instituciones intermedias. Esa complementariedad y ese freno fortalece la gobernanza al evitar que toda iniciativa se atasque en procesos internos o en la mirada indulgente de círculos cerrados.
La auténtica renovación política, que, en el caso de la España de hoy, es reconstrucción, reclama, en último término, un contrato recíproco entre ciudadanos y administradores. Cada propuesta formulada desde la sociedad civil, cada informe crítico y cada debate público representan una oferta de cooperación leal. Ese intercambio, con responsabilidad, restituye al debate político su función esencial: la construcción de acuerdos duraderos sobre la base de razones compartidas que sustenten las discrepancias y los disensos sin los que la democracia es insostenible.
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