Opinión

En qué momento se jodió el diálogo

Mientras el mundo se mueve por políticas de fuerza, deberíamos pensar si nuestras divisiones no nos debilitan aún más

Santiago Abascal, con los diputados de Vox Pepa Millán y José María Figaredo, entre otros, ayer en el Congreso de los Diputados
Santiago Abascal, con los diputados de Vox Pepa Millán y José María Figaredo, entre otros, ayer en el Congreso de los Diputados Alberto R Roldán

Aquella pregunta de Santiago Zavala a Ambrosio resuena de nuevo estos días, y llevamos demasiados, en la política española. Vargas Llosa nos dejó un retrato impagable de la frustración que genera en demasiadas ocasiones la política, sobre todo cuando más necesario es que no sea así. Esto lo apostilla la que escribe con el delito de la vocación que en mí despierta y el reconocimiento de la nobleza que poseen quienes mayoritariamente se entregan diariamente a ella.

Los consensos, el diálogo, la búsqueda de acuerdos y la empatía que permitió transitar la Transición han sido sustituidos por trincheras irreconciliables, donde prima la polémica frente al acuerdo y el enfrentamiento se impone a cualquier tipo de cooperación institucional o partidaria.

No hay posibilidad de alcanzar pactos de Estado ni grandes consensos en torno a ningún asunto. Ni tan siquiera la esperable humanidad frente a tragedias como Gaza consiguen la empatía y la justicia dentro del debate político. El rechazo inmensamente mayoritario de la sociedad española y las muestras de dolor no hacen mella en las bancadas de muchos representantes públicos.

No es posible. A veces Gaza, otras, la protección de las mujeres víctimas del maltrato machista, que algunos parecen no negar solo en el caso de poder desgastar al adversario (habrá que despejar dudas en esta cuestión, pero previamente hay que reconocer que se utilizan esas pulseras para salvar sus vidas). Incluso la lucha contra el narcotráfico en el Estrecho –que debería ser un frente común–se convierte en un combate de reproches, mientras que las mafias se rearman. Esta ruptura del diálogo en la política española no surge de la nada. En las dos últimas décadas ha habido hitos que han colaborado en tensar el clima y ahondar la lógica de bloques en trincheras ideológicas irreconciliables.

La reforma del Estatut y la crisis catalana en la que derivó, la implicación de España en Irak y la gestión del atentado del 11-M profundizaron esa polarización y dejaron cicatrices difíciles de olvidar. Desde 2011 la falta de diálogo se consolidó con recortes sociales, la corrupción como arma política y las desigualdades en el ámbito laboral. A raíz de la moción de censura de 2018 se profundizó en esas trincheras que transitaron por la parálisis en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, convirtiéndose en un ejemplo claro de bloqueo de nuestras instituciones y de falta de lealtad a nuestra Carta Magna.

Cada uno de estos hitos contribuyó a erosionar cualquier puente de entendimiento y acabó consolidando la gravedad del enfrentamiento que estamos padeciendo.

Nadie podrá creer que las consecuencias de nuestros actos de hoy no acabaremos pagándolas mañana y durante varias generaciones más. Algunas son incalculables en estos momentos, entre ellas la impotencia de los ciudadanos y el odio que estamos sembrando. El local calcinado en Lugo con un cóctel molotov, que estaba destinado a convertirse en centro de acogida para 80 menores extranjeros sin familia, hubiese levantado en otro momento una ola de repulsas públicas, pero hoy no ha sido así. Estos actos son frutos de discursos de odio que criminalizan al diferente y acaban transformando el ataque verbal en agresión física.

La escalada de esos discursos y el enfrentamiento extremo que se manifiesta en Estados Unidos, y que ya se ha cobrado tres vidas en los últimos tiempos, acabará dando el salto al Atlántico. Cuando la polarización y el odio saltan del Parlamento a las calles ya no hablamos de palabras, contamos asesinatos. El orden mundial clásico ha mutado, la ley del más fuerte sustituye a los esfuerzos de la diplomacia que alumbraron occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Putin sobreactúa en el Este de Europa, con una provocación calculada, dispuesto a desestabilizar a la UE. No sé si fue un error el primer dron en Polonia, ahora es una estrategia: drones, invasiones de espacios aéreos, boicot a sistemas aeroportuarios, al fin y al cabo lo que se pretende, de momento, es sembrar miedo al otro lado de sus fronteras.

Trump no se queda atrás. Primero fueron aranceles, lenguaje intimidatorio, humillación pública a Zelenski, connivencia injustificable con la barbaridad del Gobierno de Israel... Y pronto veremos cómo se prepara para tomar decisiones unilaterales sobre Taiwán, mientras China se frota las manos y arma su propio espacio. En este escenario, la incapacidad de llegar a acuerdos en la política española es más grave. Mientras el mundo se mueve por políticas de fuerza deberíamos pensar si nuestras divisiones no nos debilitan aún más.

Azaña en plena Guerra Civil pedía paz, piedad y perdón; Ortega recordaba que vivir es convivir. En España, la crueldad política ha reemplazado hoy al diálogo y vivimos en la confrontación permanente. No somos capaces de calcular el precio que tendrá mantener la política sin diálogo y el coste para la convivencia en la sociedad española. Humanidad, responsabilidad colectiva y fortalecimiento de la democracia debían ser nuestros mandamientos. En caso contrario, la ley del más fuerte, que ya domina la geopolítica global, acabará imponiéndose también dentro de nuestras fronteras y en nuestras instituciones. Y la pregunta retórica de Vargas Llosa se habrá convertido en una realidad. El diálogo se habrá perdido y lo pagará la gente.