El análisis

Trabajo de mímica

La única posibilidad para el votante mentalmente sano es contemplar los mensajes políticos como mera gesticulación

Ambiente de colegio electoral en Madrid durante las elecciones autonómicas y municipales.
Ambiente de colegio electoral en Madrid durante las elecciones autonómicas y municipales.Alberto R Roldán

Mientras todos los analistas españoles siguen deliberando sobre si cálculo o arrebato, el anuncio de elecciones para el próximo 23 de julio por parte de Pedro Sánchez lo que ya ha provocado -y va a provocar más en las próximas ocho semanas- es un escenario constante de camuflaje y simulación, disimulo e imitación. La política española ya se ha vuelto hace tiempo un asunto donde la conducta de uno arrastra la conducta de otro y pone en marcha maquinarias endiabladas. Solo eso nos tendría ya que dar la medida de hasta qué punto se ha convertido en algo cortoplacista, mera tarea de supervivencia profesional.

Pero aquí, en Sánchez, no ha habido ni cálculo, ni arrebato, sino algo mucho más triste: simple conducta clásica, esperable, inmediata y atrabiliaria. Como la de aquel amigo que sabemos que es un sablista y que mañana va a tener que enfrentar sus deudas. No hay arrebato posible, porque conocemos perfectamente su reacción (es más fuerte que él y no conoce otra). Tampoco hay mucho más cálculo que el de «a ver cómo salgo de ésta». Sánchez no quiere perder el poder en el partido porque sabe que eso significa su defenestración instantánea. En un ejercicio de narcisismo de campaña, concentró en sí todas las miradas del electorado como si el votante estuviera obligado a una apuesta individual.

Pero el votante es indómito. Ahora, quiere obligar al menos a la militancia, poniéndola en el terreno de una nueva guerra electoral. Obligarla a que no pueda plantear la crítica de la que se ha hecho acreedor porque cualquier crítica quedaría considerada como derrotismo. Una manera de camuflar su formidable patinazo y evitar que nadie hable de ello, bajo pena de ser calificado de desleal al partido y poner en peligro la próxima campaña electoral y toda una ideología.

Pero si Sánchez se encuentra atrapado en esa ratonera de disimulos, sus socios y hasta sus contrarios están también condenados a no menos simulaciones. En la alcaldía de Barcelona, hay devoción por renovar el Pacto del Majestic, pero nadie se atreve a decirlo en voz alta. A la vez, también existe un deseo utópico de volver al tripartito, pero hasta los mismos que saldrían beneficiados enormemente de esa construcción no se atreven con ella pensando en el posible e incierto precio que tendrían que pagar en las siguientes autonómicas.

En el resto de España, ya se ve a Vox con la misma irradiación de pacto que a Bildu. Ese ha sido uno de los efectos contraproducentes de la estrategia sanchista: que la gente empiece a plantearse que si Bildu no abrasa, a ver por qué gente que no lleva crímenes a sus espaldas va a calcinar mucho más. Pero el miedo al facilón argumento-espantajo de «que viene el fascismo y la ultraderecha» (que va a ser usado hasta la saciedad las próximas semanas) retrae a los posibles negociadores de pactos hasta que pase el temporal. El resultado es paralización, no tanto legislativa (que ya lo es), como mucho más política. Los simples acercamientos, las conversaciones serán miradas con lupa y señaladas con el dedo. Nadie se atreverá a pronunciarse con claridad mientras pendan sobre sus cabezas los sondeos electorales más o menos manipulados.

Solo hay una cosa clara: la acusación de «trumpismo» será el insulto de moda este verano. Lo lanzarán los de derecha a los de izquierda y los de izquierda a la derecha. Todos seremos susceptibles de ser llamados «trumpistas» incluso por cometer una simple falta de ortografía.

Estrictamente, si vemos el «trumpismo» como resultado de la situación de vaciado de unos años muy concretos, Sánchez es más «trumpista» que nadie, por modos, recursos, aparición y tiempo. Y, sobre todo, por su pegajosa decisión de abrazar el populismo para resolver el atasco de 2016. Pero esas disquisiciones no llevan a ninguna parte en el paisaje actual. Para no morir de parálisis como el asno de Buridán, la única posibilidad que le queda al votante sano mentalmente es contemplar todos los mensajes políticos de las próximas semanas como pura gesticulación. Y verlos igual que a esos mimos que vienen a pedirnos limosna en los semáforos y que quieren convencernos (y convencerse) de que hacen su tarea por gusto.