El desafío independentista
Un día para la vergüenza
Han pasado 36 años del 23-F y, ayer, los sucesos en Cataluña volvían a producirme la misma sensación de miedo. El brutal golpe a las instituciones y a la convivencia de este 1-O se me antoja mucho más grave.
Han pasado 36 años del 23-F y, ayer, los sucesos en Cataluña volvían a producirme la misma sensación de miedo. El brutal golpe a las instituciones y a la convivencia de este 1-O se me antoja mucho más grave.
Aquella noche del 23-F, arrojado al suelo en una sala del Congreso de los Diputados con dos guardias apuntando con sus metralletas, sentí miedo y vergüenza, sobre todo vergüenza. Todo el esfuerzo realizado desde la muerte de Franco, entre mil dificultades, para recuperar las libertades y la democracia, para superar el enfrentamiento de las «dos Españas» y para dejar de ser una excepción en Europa, se convertía de repente en una tarea inútil, una gran frustración. Un sueño hermoso se desvanecía. La sensación de fracaso histórico se apoderó de mí, mientras al otro lado del pasillo resonaban en el hemiciclo los disparos de los guardias de Tejero. Fueron horas de angustiosa incertidumbre. Confieso que, mientras permanecía cuerpo a tierra, pensé, abatido: volvemos a las andadas, otra vez las penosas noticias de España abrirán esta noche los telediarios en Europa y en medio mundo.
Han pasado treinta y seis años y ayer, 1 de octubre, los sucesos de Cataluña volvían a producirme la misma sensación de miedo, pero, sobre todo, nuevamente, de vergüenza. Esta vez, el golpe contra la Constitución y el Estatuto de autonomía procede de un grupo de dirigentes políticos, encabezados por el presidente de la Generalitat y por la presidenta del Parlamento de Cataluña, sustentados por la conjunción de nacionalistas y populistas, que arrastran emocionalmente a una parte notable de la población y que forman un cóctel explosivo. El falso referéndum es un pretexto para la independencia, y la independencia es un pretexto para acabar con el «régimen del 78», la Monarquía parlamentaria, uno de los proyectos democráticos más admirados y generosos de nuestro tiempo. Lo que está otra vez en riesgo es la reconciliación nacional y el sistema democrático que ha proporcionado a los españoles, en los últimos cuarenta años, sobre todo a Cataluña, las condiciones de vida más libres y prósperas de la historia.
El brutal golpe a las instituciones del Estado y a la convivencia democrática de este 1 de octubre se me antoja mucho más grave que la astracanada cuartelera del 23-F. Aquel intento desestabilizador duró 24 horas; a éste no se le ve aún salida clara. Los nacionalistas, con el apoyo de los populistas más radicales –CUP y, en gran manera, Podemos y sus confluencias– han incendiado la calle. Las intervenciones de la Guardia Civil y de la Policía Nacional para restablecer la legalidad y el orden público, ante la dejación política de los mozos de escuadra, sirven a los golpistas para llenar el depósito de victimismo, que es el combustible imprescindible en su carrera hacia la ruptura y el precipicio. El evidente fracaso del pretendido referéndum –sin censo, sin urnas, sin recuento fiable, sin nada– no les frenará. Al contrario. Utilizarán las imágenes de los enfrentamientos y de los heridos en la refriega como valiosa arma de propaganda contra el «Estado represor» y a favor de su siniestro propósito separatista. Como todo movimiento de tintes totalitarios, su estrategia se basa en las imágenes y en la propaganda. Un herido vale más que mi palabras.
La evidente confluencia en este caso de nacionalismo y populismo es una epidemia que sólo puede acarrear, como indica la moderna historia de Europa, y como estamos viendo estos días, odio, violencia, exclusión e incomunicación, lo que obliga a poner remedio urgente. Como se sabe, y en contra de lo que pregonan no pocos indocumentados de la equidistancia, no hay que confundir nacionalismo con patriotismo. Patriota es el que ama su tierra; nacionalista es el que odia la tierra del vecino. El patriotismo une, el nacionalismo separa. El nacionalismo étnico o cultural y el patriotismo cívico son antitéticos. No es justo confundir el sano patriotismo de los españoles con el nacionalismo de Puigdemont y Junqueras o el populismo de la CUP. El nacionalismo –como ha escrito Vargas Llosa– «es uno de los peores enemigos que tiene la libertad». Una de las escasas ventajas de lo que está ocurriendo en Cataluña es que está despertando el patriotismo de los españoles.
Este golpe al Estado democrático y contra la unión y la convivencia libre marcará este 1 de octubre como un día triste y nefasto en la historia de Cataluña y en la historia de España, un día para la vergüenza. La solución al problema no pasa ciertamente por contentar a los nacionalistas catalanes con más concesiones del Estado, con más autogobierno, como piden algunos. La primera obligación de los poderes del Estado, decidan lo que decidan ahora Puigdemont y Junqueras, es restablecer en Cataluña el orden constitucional y, en ningún caso, sentarse a negociar con los golpistas. Estos deberían dar cuenta de sus actos ante la Justicia, como hicieron en su día Tejero, Armada y Milans del Bosch, después de un proceso justo. Los brotes de rebelión vividos ayer exigen una respuesta firme.
A nadie se le oculta que, una vez restablecida la normalidad constitucional, que puede pasar por la aplicación del artículo 155 de la Constitución, sobre todo si hay proclamación unilateral de independencia en las próximas horas, habrá que sentarse a dialogar. Antes será preciso que los catalanes sean convocados a las urnas para que elijan a sus nuevos representantes. En el mensaje a la nación el día 6 de julio de 1976, después de jurar como presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, un político intrépido, que trajo a Tarradellas del exilio y restableció la Generalitat, dijo: «El diálogo a rostro descubierto es el único instrumento de convivencia». Con la «operación Tarradellas», ciertamente audaz, creyó que quedaba encarrilado el secular problema catalán. Nunca olvidaré lo que nos dijo Tarradellas a un grupo de periodistas en la sobremesa de un almuerzo en la agencia Efe: «Cataluña nunca se independecirá de España». Habrá que seguir confiando.
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