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La columna de Carla de la Lá

Soy una maleducada y mis hijos también

La columna de Carla de la Lá

Soy una maleducada y mis hijos también
Soy una maleducada y mis hijos tambiénlarazon

La expresión “niño maleducado”, amigos, cada día me resulta más infundada y más casposa, como de cuidadores perezosos (e insubstanciales) y entonces reflexiono: ¿Son educados mis hijos?

Bien sabido es que los niños son adultos horribles (los niños son adultos inestables, patosos, desequilibrados, atómicos, ultraenergéticos, embusteros, sucios y psicopáticos). Y me refiero a los niños comunes, no a los niños a los que se les puede llevar a una conferencia sobre IT en japonés, los “niños educados”: esos niños que no hacen ruido, que obedecen y que destacan por su docilidad, niños comodísimos, no cabe duda, sobre todo para ir a restaurantes, beber copas, ver películas y echarnos siestas.

La expresión “niño maleducado”, amigos, cada día me resulta más infundada y más casposa, como de cuidadores perezosos (e insubstanciales) y entonces reflexiono: ¿Son educados mis hijos?

La verdad, amigos, es que han visto muchas pelis de Hitchcock y muchos clásicos. Han escuchado a Mozart y Bach desde que nacieron y podrían hablar sobre Picasso o Velázquez sin meter la pata. A mis hijos les leí El Quijote capítulo a capítulo y distinguen las especialidades médicas de manera competente; mis hijos tienen un criterio respetable acerca del feminismo y los derechos humanos; conocen las principales religiones del mundo, saben lo que es el Pentateuco (yo no lo supe hasta los 40) y respetan a todas las razas y culturas, además de disfrutar de sus comidas, porque tienen un paladar absolutamente cosmopolita (y educado).

¿Que mis hijos no están educados?

No destacan, si a eso nos referimos, en aspectos como la quietud y la sumisión, la manejabilidad y el silencio; y me alegro, aunque en días de migraña les diría lo contrario. Esto me lleva a mi padre queridísimo y nunca demasiado admirado: “Carlita, ¿crees que Napoleón Bonaparte obedecía en todo a su mamá?”

Papá fue un educador impecable, de Premio Nobel de educadores, inteligente, respetuoso, creativo, singular, didáctico... jamás nos levantó una mano ni una voz, ni a mí, ni a mis hermanos. ¿Saben? Cuando las vecinas de la urbanización nos gritaban y acosaban a los niños con sus marujoneces, ¡prohibido esto, prohibido lo otro y prohibido lo de más allá! , él asomaba por la ventana de casa gritando: “¡Prohibido prohibir!”.

Supongo que de pequeña me portaba fatal, era llorona, hipersensible, exigente... (aún con 41, me considero una adulta sediciosa, terca e insurrecta). ¿Pero qué es educar, qué es ser educado? ¿Hablamos de niños maleducados o de padres egoistones? Si les tocan, como a mí, niños vivaces, sonoros, alborozados, niños obstinados, extravertidos, curiosos, insumisos... ¿Deberíamos reprimir su natural temperamento (es fácil reprimir a un niño, el procedimiento es sencillo, igual que con los osos que patinan y bailan en el circo) o dejar que nuestros hijos florezcan al calor del ejemplo, de la formación sentimental, de la filosofía, del humor y sobre todo del sentido común?

Sólo hay un camino saludable (si existe otro díganmelo, no sean malos): convertirnos en maestros generosos, tolerantes y armarnos de mansedumbre, cortesía y de amor, donde esto último, el Amor, es la clave para el funcionamiento correcto y satisfactorio de la pedagogía en ambas direcciones. Educar no es reprimir, ni contener, ni nada parecido a someter. A veces creo que sólo enseñando a nuestros menores comenzamos a formarnos a nosotros mismos.

Porque los niños... son inaguantables, las cosas como son y vuelvo al principio: para no odiar a un niño, hay que quererlo mucho, puesto que un niño normal (en su mejor estado de salud física y mental) es como un adulto bipolar, casi siempre en fase maniaca. Educar, criar y guiar a los niños correctamente es ardua tarea. ¡Pero qué diseño extraordinario el de nuestra naturaleza donde es casi imposible encontrar unos padres que no adoren a sus hijos!

Inés y Pepe llegan llorando en el parque, gimiendo que se han caído, que han resbalado y que les han pegado los demás niños, todos hijos de otros padres, agotados, como yo... todo a mil decibelios.... Y una está cansada, exhausta y quiere criar con apego, pero opta por el sincericidio, que es de las opciones disponibles, la más benigna, el día de hoy: “Queridos niños, la infancia es muy dura, pero después es peor”. Y miren, me siento cómoda en mi banquito de madera; a la derecha, unos padres carcas de “niño no llores que es de mala educación”...

Pero entonces, en el banco de la izquierda veo a “los otros”, los del otro extremo, los padres a cerebro completo, los progenitores incansables (que suelen ser mujeres), los cuidadores hasta la última gota de sangre y la última neurona. ¡Qué madrazas hay por ahí!

Me horrorizan al mismo tiempo que me asombran y me llenan de una curiosidad dolorosa. Quisiera hacerles mil preguntas, preguntas que no habrán atravesado sus mentes, supongo, colonizadas por toallitas húmedas, mudas de repuesto y frutas picaditas en pulcros tuppers; así me las imagino, por su aspecto, por sus conversaciones.

La cantidad de horas que una persona equilibrada, puede mirar fijamente a sus hijos y mantener conversaciones a su medida es finita, ¿no?: ¿quieres otra galletita?, ¿tienes pis? Y las observo, abrumada por mis recuerdos, deseos, frustraciones, mis esperanzas y mis felicidades, todos dando vueltas como cuando Bugs Bunny se daba un golpe en la cabeza.

¿Y si me equivoco y son filósofas estoicas convencidas que se levantan a las 4 para leer a Séneca y memorizar el Libro de Job? Recias mujeres llenas de aquiescencia y abnegación, mujeres de una pieza que no conocen el narcisismo, se ríen del dolor y desprecian las veleidades del mundo...

A estas madres las encuentro educadísimas.