Barcelona
La monarquía en el Portugal del exilio
Retoman las carrerillas en la pasarela espoleados por el buen desfile –sorprendente dentro de la monotonía diseñadora circundante– de Juana Martín. Animó la antigua «Cibeles», donde Cuca Solana se resiste a jubilarse y es ya tan tradicional como las reiteraciones de nuestros actuales genios, donde hay contadas excepciones imaginativas como Alvarno, Jorge Vázquez –que hizo soñar desde las alturas del Club Financiero, antaño feudo de Jesús Gil y Gil– y esta diseñadora cordobesa que fue descubierta por Eugenia Martínez de Irujo, ahora descacharrada con las pretensiones cortesanas de su todavía no ex, Francisco Rivera Ordóñez: ella patalea firme y resentida para que no haya anulación. Su boda sevillana marcó época y recuerdan que en ella Cayetano coló en la ceremonia a una Mar Flores con la que andaba enredado y que le sirvió de enfermera cuando recuperó depresiones en su finca cordobesa. En aquella boda, Carmen Ordóñez alteró a la aristocracia sevillana luciendo un traje azul klein de María Rosa de la Vega que convertía sus caderas en un ánfora tremenda. Lo llamativo fue verla bajo mantilla azul, algo inédito porque Carmen rompía con lo establecido. Y así lo hizo hasta con su temprana muerte que todavía lloramos sus fans. Era de una generosidad única.
No sé qué pensarán ante el libro que lanza en Francia Charles-Philippe d'Orleans, en la editorial Point de Vue. Lo titula «Reyes en el exilio» y repasa la época de los años cincuenta en la que todos los monarcas exiliados se asentaron en Estoril, una retrospectiva ya hecha aquí por Ricardo Mateos Sainz de Medrano en «Estoril, los años dorados». No sé si será copia, repetición o revisión parecida a tanto soberano aposentado en un Portugal donde pusieron la primera piedra los condes de Barcelona en 1946. Allí crecieron sus hijos compartiendo con Víctor Manuel de Italia –quien llegó a tener un «fortunón» de 2.800.000 libras» que le situaron como el mejor dotado de los reyes emigrados al amparo de Oliveira Salazar. Ahí nació el tórrido y parece que tempreramental romance del entonces príncipe Don Juan Carlos con María Gabriela de Saboya, que ahora pasa gran parte del año en sus posesiones ibicencas. Con ellos aterrizó el conde de París y el abuelo del autor de esta nueva retrospectiva histórica facilitada porque Charles-Philippe d'Orleans vive en tierras portuguesas desde que en 2008 maridó con Diana de Cadaval, una multimillonaria del lugar. Fueron apadrinados por Beatriz de Orleans, que se afana intentando devolver a Marbella un lujo ya inexistente, a pesar de que la colonia rusa –poderosísima en la Costa del Sol (¿y dónde no?)– supera incluso al poderío árabe, marcado por la casa-palacio del saudí rey Fahd, a quien conocí en la Casa Blanca de Reagan porque allí le cantó la sublime Montserrat Caballé, que en Zaragoza ha batido récords de asistencia a su Concurso de Canto, que incluye divertidas clases magistrales con más de 300 alumnos. Es lo nunca visto, como aquella Lisboa de opereta, con los Hohenzollern alemanes, los búlgaros Sajonia-Coburgo-Gotha, los Habsburgo húngaros y los Braganza portugueses. Por eso parece lógica la exhumación de aquella época, como lo hace Charles-Philippe con anécdotas, momentos y frases históricas vividas por los suyos. Choca que la portada de este volumen capte a Doña Victoria Eugenia con los Saboya y la condesa de Barcelona, buen gancho simbólico de lo que nuestra monarquía fue en aquel Portugal de posguerra y nostalgia.
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