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Ambigüedades de la tolerancia por Luis Suárez

La Razón
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En el primer discurso que el señor Pérez Rubalcaba dirigió al público en su calidad de nuevo secretario general del PSOE, hay frases y aspectos que a mí, como católico, me han producido preocupación. La Iglesia, es decir, el catolicismo, aparece como algo que debe ser tolerado, pero sin pasar de ahí. Si penetramos a fondo en las raíces de la palabra tolerancia nos daremos cuenta de los peligros que encierra su ambigüedad. Se la presenta en nuestros días como una especie de virtud. Puede considerarse como algo elogiable si nos ponemos del lado del que tolera, pero se tolera aquello que es un estorbo, un inconveniente e incluso un peligro. En definitiva, un mal. Lo bueno no necesita ser «tolerado»; se aprecia o se ama.

En el otro lado del vocablo, es decir, entre aquellos que se califican de tolerados, ¿verdad que no les gusta? A mí tampoco. Y con razón. En los siglos de tránsito hacia la modernidad hallamos dos ejemplos que nos lo explicarán mejor. A las casas de lenocinio se las llamaba «casas de tolerancia» porque se entendía que, aunque la prostitución era un mal en sí, aliviaba peligros sociales que hubieran sido peores. Y de los judíos se dice en los documentos que deben ser «tolerados e sufridos» –¡qué clara resulta la segunda palabra!– porque se seguía usando de ellos para la percepción de impuestos y el manejo del dinero. Un día llegó en que ya no fueron tan necesarios y se les expulsó de todos los países de Europa y no sólo de España como algunos erróneamente creen.

Ahí está el peligro de la ambigüedad en el término, lo que me ha producido, con todo el respeto debido a la persona antes mencionada. La tolerancia tiene siempre un valor provisional: dura hasta el momento en que deja de considerarse conveniente y entonces el mal tolerado debe ser suprimido. En ciertos programas políticos de nuestros días se pretende situar el cristianismo en ese bajo nivel. Y no exagero, ciertamente. Hace un siglo aproximadamente el laicismo radical desembocó en crudelísimas persecuciones religiosas que están en las mentes de todos.

El cristianismo también incidió en un tiempo en esta profunda equivocación. Sobre ello debemos meditar. Sobre ello deben meditar igualmente, ustedes, socialistas, para no reincidir en equivocaciones como las que el conocido y apreciable político don Julián Besteiro recordó al descubrir que «no era eso» lo que él y sus colegas anteriores a 1931 esperaban. El Holocausto judío no fue simplemente la desmesurada extravagancia de un loco, sino término de llegada de una tolerancia que no tenía más remedio que conducir al odio. Pues las definiciones del mal, una vez que se admiten, nadie puede detenerlas. Y el cristianismo, como el judaísmo, son curiosamente los mayores bienes que la Humanidad ha podido recibir. Allí se encuentra el reconocimiento de la dignidad de la persona humana. Si se niega a la Iglesia ese papel, se habrá causado un daño tremendo a la sociedad humana.

En el Concilio Vaticano II, rematando un trabajo doctrinal que partía de San Agustín, y que había sido malversado muchas veces por razones políticas, se llegó a una definición especialmente clara de lo que debemos entender por libertad religiosa. Se trata de uno de los derechos «naturales» insertos en la persona humana y consiste precisamente en poder cumplir todos aquellos deberes y compromisos que significan su propia fe. Porque la religión es un bien y se comete un gravísimo error si se pretende incorporarla a ese espacio de los males que deben ser tolerados. La Iglesia ha demostrado cómo ha sido capaz de enmendar y corregir errores que se habían cometido en tiempos pasados. Y en la Constitución de los Estados Unidos, que es la raíz primera de la democracia, se empieza recordando este axioma: «Dios hizo al hombre».

Siempre me han llamado la atención las palabras que se escaparon de los labios de Pío XI sobre la carta de Edita Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz), en la que desvelaba el terrible futuro que iba a conducir al holocausto de muchos sacerdotes católicos: «¡Pero si todos somos judíos!» Esto es muy cierto. Y los historiadores cristianos hemos tenido que descubrir lo mucho que se debe a la herencia de Israel. En el fondo del alma, el amor a los judíos se presenta como una necesidad.

Es España estamos corriendo el peligro de retornar a los errores del laicismo, olvidando lo mucho que esta nación debe a la Iglesia permitiéndole adelantarse en algunos aspectos capitales como son los derechos humanos. En vez de incidir nuevamente en errores que causaron tanto daño, deben los políticos rectificar sus extremosidades. El cristianismo, como el judaísmo, incluso para quienes no comparten su fe, es una gran ayuda para caminar en lo que Ortega y Gasset llamaba progreso: «Ser más», y no «tener más». Crecer hacia dentro, como recomendaba Teresa de Jesús, que llevaba en sus venas alguna gota de sangre judía, y cuyo nombre recogió para sí la mencionada Edita Stein, la primera monja carmelita asesinada por ser judía.

Usted, señor Pérez Rubalcaba, estará de acuerdo conmigo en que el decreto de expulsión de los judíos en 1492 fue un error. Pero no debemos olvidar que ese error ha sido enmendado. En diciembre de 1969, a instancias de la comunidad judía, el ministro Oriol y el subsecretario Alfredo López, ambos arraigadamente católicos, pusieron a la firma el decreto que anulaba el de los Reyes Católicos y lo entregaron a Samuel Toledano. Yo no podría acabar este artículo diciendo que toleraba a Toledano: le quería como se quiere al mejor de los amigos. Y éste es el camino a seguir. La Iglesia es uno de los grandes bienes del patrimonio cultural español.