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Pies de cadáver

La Razón
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Como a cualquier persona, me gusta que me ocurran cosas agradables y soy feliz si recibo buenas noticias. También es cierto que ante las cosas buenas soy desconfiado y dudo de que mis mejores noticias no sean el resultado inesperado de algún error. Esa es la razón por la que me cuesta disfrutar de las cosas agradables y permanezco a la espera de que se frustren. Muchas veces he precipitado la interrupción de una historia hermosa para que su amargo final no me pillase desprevenido. Durante muchos años la vida me acostumbró a perder y suelo desenvolverme bien en las peores circunstancias. Cada vez que emprendo un viaje en coche, no me hago ilusiones sobre el destino que me espera y prefiero hacerme a la idea de que me resulte agradable la ciudad a la que llegue sin haberlo pretendido. Compro lotería sin ninguna fe en mi suerte, así que no me preocupa en absoluto olvidar donde diablos puse el décimo. Cuando lo natural habría sido hacer la mili en el Ejército, la casualidad de un sorteo me alistó en la Marina. Aunque el servicio era algunos meses mas largo, no me inmuté. Incluso me habría parecido natural que la Armada me destinase a un destacamento tierra adentro en Zamora. Esa sensación de dulce extravío me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. No estuve jamás en la guerra, pero en el caso de haber sido enviado al frente, estoy seguro de que habría caído prisionero de una avanzadilla de mi propio bando. Aliento desde niño la ilusión de verme arrastrado a una vida trashumante y caótica, dando tumbos por la geografía, de pueblo en pueblo, de familia en familia, y enterarme del lugar en el que despierto gracias a leer en un bar el periódico local. Porque al final resulta que las pisadas del mejor bailarín acaban dando sin remedio con los pies de su cadáver.