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El corrector por José Luis Alvite

La Razón
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Desde luego yo no me apunté al ejercicio del periodismo para hacer dinero, ni para obtener notoriedad. Lo habría ejercido aunque me perjudicase al bolsillo y también en el supuesto de que a mis textos por un capricho se les suprimiese la firma. De hecho, empecé en un periódico en el que casi trabajaba a crédito, un diario con una difusión tan pequeña que los escasos redactores de entonces no podíamos entender la frecuencia con la que se estropeaba la rotativa, un viejo artefacto alemán que con unos cuantos martillazos podría haber sido convertido fácilmente en un carro de combate. Eramos siete profesionales en la redacción, distribuidos en una sala cuya deficiente iluminación no ayudaba precisamente al florecimiento de un periodismo esclarecedor. Conocí allí a un periodista tan vocacional como los otros, pero sin duda con un entusiasmo más demoledor, que abrigaba la esperanza de que sus artículos removiese de su silla al alcalde. Enseguida me di cuenta de que sus expectativas eran desproporcionadas respecto de sus posibilidades. Jamás desde entonces tuve mucha fe en la capacidad de la prensa para las demoliciones. Yo escribía en la sección de deportes y me consta que arremetí en muchas ocasiones contra el presidente del club de fútbol local. Lo hacía porque me parecía un compromiso con la verdad y sin esperar grandes resultados. Mi madre estaba de vuelta porque mi padre era también periodista y ambos me habían prevenido de que mis posibilidades de cambiar el mundo con mis frases eran infinitamente menores que las de coger una infección en el retrete del periódico. Las cosas cambiaron mucho desde entonces y las redacciones son ahora más higiénicas que los hospitales, pero este sigue siendo un oficio vocacional con remotas posibilidades de enriquecerse, un trabajo en el que la mala calidad a veces se nota porque ya no existe la figura del corrector, aquel tipo que mejoraba tu texto gracias a lo bien que sabía estropearlo.