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India

País de contrastes

La Razón
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Una de las cosas que parece satisfacer de manera especial a los españoles que viajan al extranjero es comentar el estado miserable de las naciones que visitan. Se refieren con gesto lastimero a los niños que piden por las calles; a la gente dedicada a la prostitución y, sobre todo, a la pobreza terrible con la que se han topado. La India no puede ser una excepción a ese comportamiento tan extendido. En estas semanas, me he cruzado con españoles en aeropuertos y mezquitas, en templos y avenidas, en estaciones de ferrocarril y hoteles. Ni una sola vez han dejado de subrayar la indigencia espantosa que sufren los indios. Cuando además comparan tal drama con la majestuosidad del Taj-Mahal se zambullen de lleno en el tópico del país de contrastes. Personalmente, debo decir que encuentro su juicio exagerado y, sobre todo, desmemoriado. Salvo los muy jóvenes, como es el caso de mi hija, todos y cada uno de ellos han debido conocer las mismas escenas de pobreza en España. Yo las recuerdo unidas a mi infancia e incluso a mi adolescencia. Hay gente en la India que vive en chabolas, pero yo he visto a no pocos españoles cobijándose en tugurios semejantes e incluso en cuevas bien entrada la década de los setenta. También recuerdo haber contemplado a más de dos personas en una moto, a la gente apegotonada en un motocarro o el ganado desplazándose por una ciudad, escenas que ahora provocan el estupor de los españoles. Por lo visto, nadie recuerda las vaquerías en medio de las ciudades en unas condiciones higiénicas como mínimo dudosas, ni a los niños afectados por la polio u otras enfermedades –un cuadro, por cierto, que no he tenido ocasión de ver en este subcontinente– ni a la gente que sufría de las más diversas dolencias simplemente por que estaba mal alimentada. Lo repito: no hay nada, absolutamente nada, que pueda relacionarse con la miseria, incluida la suciedad en las calles, que yo no haya contemplado antes en España. La única diferencia es que los españoles éramos pocos y los indios son mil doscientos millones. Semejante circunstancia me obliga a una reflexión doble. Por un lado, hay que señalar que la India puede abrigar esperanza de cara al futuro dado que nosotros estábamos en esa situación hace treinta años y salimos. Poca gente existe en el globo con más iniciativa que los indios capaces, por ejemplo, de elaborarte un traje a medida en tan sólo cinco horas y entregártelo impecable al día siguiente a un precio muy inferior al que en España tendría una prenda de confección. Por otro, debería servirnos para recordar que no siempre fuimos tan prósperos. Los que hemos escuchado a los emigrantes procedentes de Andalucía decir que ese día habían comido «arroz y más na» o hemos visto a la gente durmiendo en grutas o hemos contemplado a las mujeres yendo a buscar agua en barreños porque no salía de ningún grifo que hubiera en casa no nos espantamos de lo que se pueda ver en las calles de la India. Si acaso nos preguntamos si ciertos procesos no serán reversibles y nuestros hijos, gracias a la incompetencia sectaria de algunos gobiernos, no tendrán también que tirar de una carretilla cargada de turistas para poderse llevar algo a la boca.