Cádiz

Vivir en Sanlúcar por Antonio Parra

La Razón
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Hace bastantes años el escritor y filósofo Félix de Azúa escribió un memorable artículo en el que narraba su imaginario viaje a la ciudad de España en la que mejor se vivía (Gerona) y la peor para vivir, Sanlúcar de Barrameda en Cádiz. Azúa se hacía eco de una de esas estadísticas que tienen en cuenta que en una determinada ciudad se vive mejor porque hay una oficina bancaria por cada mil habitantes, mientras que en la peor sólo hay una cada 1.123; o que en tal ciudad, ideal para vivir, hay una biblioteca o centro de salud por cada 6.000 habitantes, mientras que en la otra, en la mala, sólo hay una o uno por cada 6.344, por poner una cifra.
Quizás algunos recuerden ese hilarante artículo, naturalmente escrito en clave irónica. Fue Azúa a Gerona, la ciudad donde mejor se vivía en España, y sí, se encontró con una ciudad aseada y aburrida, y después no resistió la tentación de visitar la peor, Sanlúcar. Y tal como las estadísticas no señalaban, vio a gente risueña, alegre (por torpeza, o porque no conocían la estadística, suponía el escritor), pues no había razones –siempre según la estadística- para tanto jolgorio. Vio cáfilas de gente comiendo unos bichos asquerosos llamados langostinos o jamón pata negra (sólo el nombre ya produce vómitos) y todo ello regado con una especie de agua turbia bautizada manzanilla. En fin, volvió desolado sin entender que los lugareños no se abrieran las venas y, en cambio, fuesen razonablemente felices sabiendo, como deberían saber, que son los últimos en el listado de calidad de vida. Ya sabemos, los pecadores vagos del sur que dice la señora Merkel, viviendo como reyes gracias a las peonadas. Para mayor similitud con la vida regia algunos incluso se van de caza furtiva del distraído pato de Doñana.
Pues bien, nosotros, que como el propio Azúa, somos habituales de Sanlúcar, nos dimos una vuelta, después de un tiempo ausentes, por el «desdichado» paraíso y tuvimos, una vez más, la oportunidad de caer en la tentación y morder, más que la manzana, el inagotable tesoro de su bahía. Los menos asiduos conocen la espectacular zona de Bajo de Guía (puestas de sol inolvidables con Doñana enfrente y el Gualdalquivir penetrando el mar de Cádiz). Allí están los clásicos «El Bigotes», y Joselito Huerta (aquí, en verano, no es difícil ver a Carlos Herrera, que frecuenta el lugar). Pero son los más caros y no siempre, ni mucho menos, los mejores, aunque vienen en todas las guías.
Hay otros nombres no menos clásicos ya en el centro del pueblo, plaza del Cabildo y vecinas, desde el siempre repleto Balbino, con una variedad increíble de tapas, a la esquina del bar Barbiano, con sus langostinos gigantescos y frescos (tómese allí el aperitivo) o el jamón y el queso (sólo el olor alimenta) del muy conocido «Juanito». Menos conocidos en esa zona son, entre otros, «La Gitana», con las mejores tortillitas de camarones, puro encaje de bolillos. Si quiere usted rematar la cena con un buen helado, vaya a El Bourne (plaza del Cabildo); más alejado de ese centro turístico está «El Colorao», al que va sobre todo la gente del pueblo: buenos precios en una ciudad donde cualquier restaurante o taberna tiene precios más que razonables y unos chipirones inigualables. En pleno centro, aunque escondida entre callejuelas, está la bodega «La Cigarrera», que ofrece aperitivos y cenas a precios parecidos al el resto de locales. Puede elegir una cena con espectáculo en un entorno bellísimo. Con el espectáculo no hay que ser muy exigentes, vale con que usted esté dispuesto a pasarlo bien en una verdadera bodega (nada de pastiches), bajo una parra interior.
Menos explorada es la parte alta de la ciudad, hay que pasar la fatiga de la cuesta de Belén, pero lo bueno tiene un precio. Pero allí se encuentra la zona más monumental (las bodegas Barbadillo se levantan donde estuvo uno de los corrales de comedias más antiguos de España). «El Gallego» sólo sirve raciones, no hay tapas, y es mejor ir en grupo. Las raciones son poco humanas, de tan grandes. Un ejemplo: tres docenas de langostinos, casi vivos, 15 euros. En el Castillo de Santiago, desde donde Isabel la Católica vio por primera vez el mar, puede tomar, en un entorno impresionante, el mejor salmorejo y muchas tapas con un punto creativo, pero sin excesos posmodernos. Y si quiere una tarde suave tomar un café, hágalo, en esa zona alta, en los jardines con cafetería del palacio Ducal, el de la célebre «Duquesa Roja», donde se encuentra el archivo de los Vélez. O tome una copa en la cafetería del hotel Posada del Rey, un verdadero hotel con encanto.
Sanlúcar mantiene ese aroma entre pueblo y playa turística, entre lo popular y lo glamuroso con sus carreras de caballos en la playa (ciclos en agosto y septiembre, dependiendo las fechas de las mareas). Quizás se ha salvado de la burbuja ladrillera por el inconveniente de los días de Levante, cuando el aire húmedo bloquea las voluntades y resulta imposible ir a la playa. Pero lo normal, en agosto, como en toda la costa gaditana, es que no se pase de los 30 grados. Y si atardece en Bajo Guía, frente a Doñana, uno entiende porqué se vive tan mal en Sanlúcar. Otro día iremos a Gerona.






















*Capellán de la UCAM