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Egipto: esa Policía cobarde y brutal

La Razón
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Se hacen llamar los «Caballeros Blancos» y son los ultras del Club de Fútbol Zamalek, uno de los equipos grandes de El Cairo, hoy en horas bajas. El jueves y el viernes, han llevado el peso de las protestas contra las Fuerzas de Seguridad y el Ejército, en un alarde de técnica de guerrilla urbana. Pero en la madrugada de ayer, acabado el luto y reunidas las dispersas fuerzas, tomaron el relevo los ultras del Al Ahly, el líder de la liga egipcia, que, como el Barcelona, cuenta sus temporadas por victorias, caídos en la emboscada de Port Said. El balance, cuando esto se escribe, es de 12 muertos y un millar de heridos. Al menos cinco de las víctimas mortales, jóvenes entre 18 y 21 años, fueron ametrallados en Suez durante el asalto a una comisaría de Policía. El resto de los muertos se han producido en El Cairo, en la batalla callejera librada en torno al Ministerio del Interior.

Sólo el odio a la Policía une a la mayoría de los egipcios

La situación no es nueva. Los hinchas más radicales de los equipos de fútbol cairotas han venido llevando el peso de las protestas desde que hace un año comenzó la revolución. Para ellos, el odio a las Fuerzas de Seguridad, alimentado durante años de brutalidad policíaca impune, borra cualquier diferencia y rivalidad. Tienen, además, muy claro que lo ocurrido en Port Said fue una trampa deliberada, tendida por los policías contra los ultras del Al Ahly. Una especie de venganza por tantas jornadas de barricadas, palos y cócteles molotov. Afirman, porque así lo creen, que había «infiltrados» entre los seguidores del equipo local que dirigieron a la masa contra ellos. Que fue la propia Policía quien bloqueó las salidas de la tribuna, provocando la avalancha en la que perecieron la mayoría de las 74 víctimas mortales.

El problema es que los testimonios más templados coinciden en describir la pasividad de las Fuerzas de Seguridad desplegadas en el estadio como «criminal», lo que abunda en favor de cualquier teoría conspiratoria, a las que tan caras son las sociedades árabes. Conviene, sin embargo, seguir la línea de menor resistencia: la fuerza pública egipcia ha dejado de existir como tal. Los policías, antes tan temidos, son objeto regular de agresiones e insultos.
Simplemente, han bajado los brazos y procuran evadir cualquier responsabilidad: desde la regulación del tráfico hasta la seguridad ciudadana. Y, por supuesto, ponen el mejor empeño en no dejarse ver en las nutridas concentraciones de la plaza de Tahrir, aunque se esté produciendo, como fue el caso el pasado 28 de enero, la violación tumultuaria de una turista holandesa. En ocasiones, ya ni defienden sus edificios y puesto de control. Ayer, sin ir más lejos, un grupo de encapuchados rescató a punta de pistola a 27 detenidos en una comisaría de El Cairo y, después, la incendió. Sólo les hizo frente, simbólicamente claro, el oficial al mando.

La seguridad pública se deteriora, laminando los restos de una industria turística que fue pujante, y los mismos que mantienen el impulso revolucionario acusan al Ejército de fomentar el caos para no entregar el poder.

No. No le va a ser fácil al nuevo Gobierno, militar o civil, reconstruir un aparato de seguridad que está, además, en el origen de la revuelta. En aquella tarde de junio de 2010 en la que dos agentes de la Policía de Mubarak sacaron a rastras a un joven de un cafe-internet y le dieron, en plena calle y ante una docena de testigos paralizados por décadas de terror, una paliza de muerte. El joven se llamaba Jaled Said, tenía 28 años, y cientos de miles de egipcios utilizaron su foto como salvapantalla de móviles y ordenadores. El grito «todos somos Jaled Said» convocó las primeras protestas que, tras la revuelta de Túnez, se hicieron imparables.

Los policías son los mismos. Sus jefes, también. Pero ya nadie los teme. Sólo queda el odio que, como argamasa, une a la mayoría de los egipcios.