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Bogart y Belmonte

La Razón
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En estos tiempos, resulta difícil explicar a Bogart, todavía desayunando un güisqui doble y siempre vestido con una bocanada. Él, en su vivo mausoleo de celuloide. Se dirá que la civilización ha corregido esos vicios y costumbres de nicotina, como antes corrigió el uso de la quijada de animales para triturar la cabeza al vecino de la Edad de Piedra. Con Bogart podrán hacerse esfuerzos de comprensión; el que se fuerza para que resulte inexplicable es Juan Belmonte, quien (habrá que recordarlo ahora que a los toros en TVE le han puesto el horario del hombre lobo) aprendió a torear en clandestinos cercados de luna. Las nocturnas, que bien parece un sindicato de trabajadoras de alto standing, son aquellas corridas de verano donde la sangre se diluye con la noche, las extranjeras, los escotes y su poco de albero. A lo que vamos: es tal la obligación de clandestinidad que Zapatero impone a los toreros, que las grandes dinastías taurinas tendrán que acabar por esconder a sus antepasados. Y a la pregunta abierta de un bisnieto de Manzanares, mejor será que la familia responda que pilotaba el Enola Gay antes que asumir que el abuelo llevaba en el coche un esportón, estoques y muletas. Si el futuro es la sociedad con la que sueña el presidente, el Cossío dejará de ser una enciclopedia para convertirse en un índice de nombres prohibidos. Un registro detallado de matarifes con alamares, de pasado imposible de reparar: llegaron a tener un pie en el Ministerio de Cultura a la par que un Gobierno menguado los borraba de la Historia.