Barajas
La «guerra» de los somalíes en España
Escaparon del hambre y de una guerra que dura ya 20 años. Creían que con lo que ganasen en España podrían ayudar a sus familiares, pero no hay trabajo ni dinero. No pueden salir del país y ven en las noticias de la televisión cómo mueren los suyos
La tragedia los persigue. Pueden huir, pero no pueden escapar. Los somalíes que sufren la guerra no sólo están en Somalia, tan lejos de nosotros, en un lugar que casi ni sabemos situar en el mapa. También sufren sus consecuencias aquí al lado, en Villaverde Alto, a diez minutos del centro de Madrid en coche, a menos en cercanías, en una zona industrial a la que se llega tras dejar atrás a las jóvenes prostitutas junto a la carretera, como si ellas marcasen el camino hacia la miseria. En una nave que hace de casa, tras subir dos pisos por una escalera sin luz, en la no se ve nada a las tres de la tarde de un día de julio, doce inmigrantes somalíes, refugiados que han huido de un país que casi no existe y que se muere de hambre, nos ofrecen un vaso de agua.
Tienen la tele encendida, están cocinando y no les molesta la pintura gastada ni las manchas en las paredes ni el agujero en el techo. En dos habitaciones y un salón comedor y cocina viven sorteando la incomodidad. Tienen a unos rumanos como vecinos, pero no se relacionan con ellos porque no hablan con casi nadie.
Los que saben el idioma viven con miedo al rechazo y los que no, apenas salen de la casa, dan una vuelta, buscan ayuda en las ONG y vuelven de nuevo a casa sin nada. A veces, cuando hablan con alguien y reconocen que son somalíes, lo primero que escuchan es: «Eres pirata, con eso ya ganas suficiente dinero».
Viven en una contradicción insoportable, que llevan como pueden. Escaparon de la guerra habitual de ese «no país» que es Somalia, falsificaron pasaportes y para escapar gastaron todo su dinero (algunos también el de sus familiares), pero cuando llegaron a Europa, a España, a la paz y la prosperidad, donde no hay escasez de alimentos, cuando por fin les dicen, «lo has conseguido», estás a salvo, estás aquí, ellos no se sienten mejor, no sienten que hayan mejorado. «Ser pobre aquí es peor –cuenta Asha–, porque en África, en Somalia, todos estamos igual. Pero aquí ves que se puede vivir mejor y no lo consigues». Asha nos cita en la Torre Picasso, en el Paseo de la Castellana, porque ella trabaja allí. Nació en Somalia, cuando aún Mogadiscio olía a perfume por las tardes, el que se ponían las mujeres para salir a pasear. Hace más de 20 años se casó con un español y se vino a España, justo antes de que empezara el desastre de su país.
«Podía ser yo»
Ella es una afortunada y lo sabe. No tuvo que escapar y se maneja en castellano sin problemas. «Ahora les digo a mis hijos: comed, que hay gente muriéndose de hambre; cerrad el agua, que no en todos sitios hay. Me sale sin querer, pero sé que no está bien. Los niños se hartan de ti, no tienen la culpa de lo que está pasando. Te dicen: ‘‘No me gusta esta comida'' y, la verdad, te entra mucha rabia». Hace años Asha consiguió traerse a su hermana del campo de refugiados y ahora, con la crisis del hambre, ha vuelto para ayudar. «Y sí, sí pienso que yo podía haber estado allí, que el hijo que están enterrando allí podía ser mío. Es realmente duro. La gente te pide que te lleves a su hijo. Una señora, que tenía ocho niños, me lo suplicó: ‘‘A mí me da igual, ayúdame a salvar a mis hijos, llévatelos''. Cuando me ven a mí, que puedo salir y venir a España, ven esperanza. A lo mejor yo he ido a Dadaab porque creía que podía ayudar a esa gente».
Asha ha creado una asociación en España para ayudar a los somalíes que llegan aquí y que tras acabarse el plazo de ayuda económica, se quedan sin nada, sin tener a quién recurrir, sin saber el idioma en un país que tiene sus propios problemas y sus primas de riesgo. Ellos no entienden nada, sólo que les dan una tarjeta roja: significa que están tramitando su expediente, no saben cuánto tardará, pero, mientras tanto, pueden vivir en España, donde no hay trabajo, aunque no irse al extranjero. Algunos lo han intentado. De alguna manera, se plantan en otro país europeo, pero en cuanto los cazan, les meten en un avión y los mandan de vuelta a Barajas, a Madrid.
En realidad, están atrapados aquí porque no existe un país, una casa, a la que mandarlos de regreso. Somalia, que lleva 20 años en guerra, es un estado fallido, donde cada tribu lucha por su territorio. Para los jóvenes hay dos opciones: o morir en la guerra o morir por no ir a la guerra. Así que escapan, como si el pasado se pudiese dejar atrás, como si no lo llevaran pegado a los talones: «Yo tenía tres hermanas mayores, pero las tres fueron asesinadas por no querer participar en la guerra. Me fui en coche hasta un país cercano, después compré la documentación y pude llegar aquí», cuenta uno de ellos.
Por un tiempo permanecen en una casa de acogida, luego les dan dinero. «Nos dicen que ya estás listo para vivir, pero vas al hospital y no sabes explicarle al médico la dolencia que tienes. Sales del campo de refugiados, llegas a España y piensas que lo has logrado, que por fin puedes ayudar a los que se quedan allí. Pero aquí te deprimes mucho: nada es lo que parece».
En la casa de Villaverde Alto van entrando y saliendo hombres. Han ido en busca de trabajo y el éxito ha sido similar al del resto de los días. No hay nada. Se les ha juntado la tragedia de su país con la crisis mundial. Ellos están en medio y no tienen escapatoria. Alguna recuerda con nostalgia cómo vivía en Somalia, porque aunque estuviesen en guerra, tenían dinero y conocían el idioma.
A España, en patera
Otro, tras tres años en España, rememora en castellano sus nueve meses en el campo de refugiados de Dadaab, donde siempre había un médico a mano y comida. Esas eran las actividades principales, el resto del día lo pasaban como buenamente podían, bajo la sombra de un árbol, sin mucho que hacer.
En España, está (o estaba, que el pasado 31 de julio les echaban por no haber pagado el alquiler) bajo el techo roto de una casa, sale a la calle y poco más. Se fue del campo de refugiados porque el hombre del que huía, que había querido matarlo en Somalia, también llegó a Dadaab. Escapó, pasó por Etiopía, Sudán, Libia, Argelia, Marruecos y desde allí, en patera y tras 32 horas, llegó hasta Motril (Granada). Un viaje que, cree ahora, con la tele encendida, la pintura gastada, sin trabajo, no le ha merecido la pena. Piensa que lo mejor sería volver.
A veces suena el teléfono y no lo cogen. Les cuesta descolgar cuando saben que la llamada llega de Somalia (porque no habrá comida, pero sí hay móviles). Sólo pueden ser malas noticias, que un familiar o que un amigo ha muerto o murió hace meses, pero ahora les llega a ellos la noticia. Eso aumenta su impotencia.
Quizá eso sea lo más duro. Más que la lejanía, el idioma o la tristeza en una zona industrial en Villaverde Alto. Peor es haber escapado de la miseria, y que no sirva para nada: «Nosotros hemos vendido cosas, hemos pedido dinero, hemos quemado todo lo que teníamos para llegar aquí. Hemos dejado familias, hermanos, madres, hijos y vemos en la televisión las noticias de nuestro país. Imagínate cómo nos afecta. Es nuestra gente la que está muriendo: la gente que había puesto su esperanza en nosotros».
Crisis, especulación y precios
La economía ha cambiado los hábitos de alimentación. Lo afirma una encuesta de Oxfam: el 54 por ciento de las personas han modificado su dieta por la crisis. También afirma que una de cada dos personas de los países en desarrollo no tiene para comer a diario. Y apunta un dato: el aumento del precio de los alimentos comienza a ser una preocupación en el mundo. Lourdes Benavides, responsable de justicia económica de esta organización, lo advierte: el sistema alimenticio es disfuncional. No responde a las necesidades que existen en el planeta. Hay hambre, el mercado está desregularizado y no responde a los retos ecológicos. «Cada vez hay más capital en los mercados de derivados y futuros de alimentos». Muchos inversores que han huido de las finanzas, ahora desvertebradas, están interesándose en el mercado de alimentos. La especulación cada vez es mayor y lo único que se desea son ganancias a corto plazo. «Los inversores no tienen interés en el cereal, buscan beneficios rápidos», dice Benavides. Un dato: la producción mundial de grano está en manos de cuatro empresas. Tres de ellas, Cargill, Bunge y Adm controlan el 90 por ciento. Cargill, por ejemplo, durante el primer trimestre de 2008, en plena crisis, aumentó sus ganancias en un 86 por ciento. Según Oxfam, «sus actividades –las de las tres compañías– contribuyen a la volatilidad de los precios de los alimentos y eso los beneficia». Esta institución también llama la atención sobre una horquilla de entre 300 y 500 compañías que se están beneficiando de la situación. Algo preocupante, ya que de ellas depende el 70 por ciento de las decisiones que se adoptan sobre este sector, desde cómo se cultiva hasta su distribución y venta. Esta inestabilidad afecta sobre todo a las economías débiles. A eso hay que sumar el consumo voraz de los países del primer mundo. Tristram Stuart denuncia en su libro «Despilfarro» (Alianza) que las naciones ricas desechan la mitad de sus recursos alimentarios. Algo preocupante si tenemos en cuenta que en 2050, la demanda de alimentos crecerá un 70 por ciento, informa J. Ors.
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