Cataluña

Desde el despeñadero

La Razón
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Durante estas semanas que transcurren entre el Gobierno entrante y el saliente, época de traspasos, el tiempo parece suspenderse, como en algunas hermosas tardes primaverales. Sin embargo, fuera aprieta el frío y hay quienes creen que Europa hace de funambulista sobre el vacío. La anciana Europa, lenta, torpe y vacilante, parece esperar alguna medicina económica salvadora. Llegó, como presunto salvavidas, en la tarde del miércoles poco más que un reconstituyente, cuando algunas empresas, puestas en lo peor, hacen ya cálculos de cómo van a sobrevivir, si sobreviven, en el caso de que retornemos a la olvidada peseta o al minieuro para países de segunda división, entre los que podríamos descubrirnos. Pocas alegrías nos ofrecen la lectura del periódico o los noticiarios televisivos, porque todo parece tambalearse, incluso para naves tan sólidas como Alemania. Tanto, que los depósitos monetarios allí depositados soportarán un interés negativo: el precio de la seguridad. La Sra. Merkel ha logrado para sus bancos lo que tienen a gala los suizos con sus enormes depósitos. A la espera de que algo vaya mejor, el dinero busca sus refugios en el dólar, en el franco suizo, en paraísos fiscales, donde parece que hay una ciudadanía más lista y diligente y los gobiernos, si conviene, miran hacia otro lado. Entre nosotros, Artur Mas, que lleva ya un año en el gobierno de la Generalitat, ha elegido el camino de los recortes drásticos y sus «consellers» el del desguace y de los globos sonda provocativos. Los catalanes han pasado de ser aquella locomotora que tenía que abrir paso a la recuperación económica española al rompehielos de todas las desdichas. Tal vez sea parte de una táctica acordada con quien será en pocas semanas el nuevo presidente de gobierno. Quizá se pruebe en Cataluña lo que habrá de llegar más tarde al resto de España o, por el contrario, es el aviso de que, de no lograr mayor aportación económica del Estado central, acabarán sepultados por las ruinas de un supuesto y antiguo bienestar. Pese a todo, andan los corruptos, del signo que sean, libres y disfrutando de sus bienes mal adquiridos y que, en parte, fueron nuestros. Poco a poco vamos tomando conciencia de cuánto se ha malgastado en aeropuertos sin aviones, en los AVE que no conducen a ninguna parte, en autovías desmedidas, en ayudas a quienes no las necesitaban, en el desorden del control impositivo, en la rampante economía sumergida. Pero corregir los defectos del sistema sanitario o docente –tal vez convenga haceRlo– no va a resolver el problema esencial que planteó muy bien Rajoy a lo largo de su campaña y que tan buen resultado le dio: la creación de empleo. Uno se pregunta desde el borde del abismo, con un crecimiento estimado en décimas, cómo pueden resolverse los problemas y, a la vez, crear empleo, mientras se despide a funcionarios interinos, huyen los investigadores de las universidades sin medios y la obra pública necesaria está paralizada.

Pero el nuevo Gobierno deberá inyectar alguna dosis de optimismo, porque la mitad de los jóvenes de este país no encuentran trabajo, ni vivienda, ni son capaces de independizarse y crear una familia. Los pensionistas observan cómo disminuye su poder adquisitivo, porque se incrementan los precios de los servicios y las pequeñas y medianas empresas cierran puertas y no sólo por falta de crédito, aunque también. El pasado miércoles, dada la conjunción bancaria, subió la Bolsa. Pero poco dura la alegría en la casa del pobre y la mayor parte de la población no tiene como referente el Ibex, sino los euros que les permiten el ir pasando. Rajoy pretende, como Zapatero, aunque esperemos que con mayor fortuna, lanzarse a la reforma del mercado laboral. Pero es que, en este instante dicho mercado es inexistente. Estimular la demanda, buscar alivio en los amigos –si alguno queda en el exterior–, descubrir los caminos que han de conducirnos a aquella confianza tan demandada por el PP puede ser la vía. Lo peor de esta crisis es la desmoralización ciudadana, el escepticismo ante cualquier situación, la pobreza rampante, observar que si mal andamos, el vecino está peor. Por alguna parte hay que volver a la creatividad, a una cierta autoafirmación, a la valoración de lo que se es, porque se hizo mucho y hay que remontar, aunque sea con menos. En tiempos de dificultad se necesitan palabras que alienten y hechos que confirmen el discurso. Nos salvamos del rescate y de la intervención por el momento. ¿Podremos mantenernos al borde, sin caer en el abismo? La solución no puede ser sólo la que se practica en Cataluña. Los otros no resolverán nuestro problema.