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La verdadera riqueza por Ángela Vallvey

La Razón
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Edmund Burke, filósofo y estadista angloirlandés, una cabeza bien amueblada entre las filas de los «old whigs» (los viejos liberales), escribía sus pensamientos en el siglo XVIII, cuando se daba por hecho que la sociedad era un contrato, un acuerdo mutuo entre todos sus miembros en una Europa que veía florecer los intercambios comerciales y en la que el anhelo materialista era cada vez más sugerente. Sus ideas no eran populares: las rechazaron con igual entusiasmo tanto el Parlamento como la opinión pública. Quizás porque Burke creía que lo material no lo es todo en la vida, que una sociedad no puede aspirar a vivir una «simple existencia animal», que las personas también se enriquecen con «la virtud, el arte y la ciencia», que no todo puede ni debe ser pura economía, que el bien común también está formado por normas, costumbres y valores. Desconfió de la Revolución Francesa, no fue fan de Rousseau y estaba convencido –como un ecologista moderno– de que toda generación tiene un deber ineludible para con las generaciones siguientes. No gustaba de ideas radicales e impulsivas, y recelaba de la intemperancia política, que suele ser la antesala del desastre social.
Hoy, en una España sometida a la servidumbre de sus tensiones internas, en la que los nacionalismos enarbolan grandilocuentes propuestas de un utópico futuro bajo la bandera ilusoria de la «obtención de derechos», casi todos de índole material –como si la democracia sólo fuese una enorme tarta de la que hay que servirse antes de que otros nos quiten el bocado–, es más evidente que nunca que el tesoro de un país no es únicamente su PIB, sino todas esas cosas intangibles de las que Burke hablaba ya entonces, hace tanto tiempo.