Teatro

Londres

Alonsos por Alfonso Ussía

La Razón
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El nombre «Alfonso» tiene dos cimientos en el Santoral. San Alfonso María de Ligorio, que se celebra en agosto, y San Ildefonso, que se conmemora en enero, el día 23. Los alfonsos agosteños no pueden ampliar las distintas versiones de su nombre. Los del 23 de enero somos ildefonsos, alfonsos y alonsos. Igual que Santiago es también Yago, Jaime y Diego, que esos nos ganan. Pero no pretendo incluirme entre los grandes alonsos, que en principio, son de apellido y no de pila de bautismo, con excepción de Don Alonso Quijano, el más grande de todos, hijo de la imaginación luminosa de Don Miguel de Cervantes, que tuvo el detalle de honrarnos a los del 23 de enero haciéndonos tocayos de Don Quijote de La Mancha, que no es una circunstancia a desechar.

Se han apellidado Alonso poetas, conquistadores, virreyes, científicos, autores de Teatro, actores, músicos , filólogos, militares y políticos. Pero tres son mis preferidos. Un poeta, un futbolista y un automovilista. El poeta, Dámaso Alonso, nació en Madrid. El futbolista, Xabi Alonso, en Tolosa, la vieja Capital de Guipúzcoa, y juega en el Real Madrid y ha sido en un centenar de ocasiones el eje de la Selección de España de Fútbol. Y está Fernando Alonso, asturiano, protagonista del milagro de representar a España en la soledad de un coche de «Fórmula Uno», ser campeón del mundo y estar, al día de hoy, considerado como uno de los mejores pilotos de carreras de la Historia. El otro grandísimo que tuvimos, Alfonso Cabeza de Vaca –otro Alonso por su condición de Ildefonso–, marqués de Portago, se topó con la muerte en Monza –creo–, cuando principiaba a ser el asombro del mundo.

Dámaso Alonso formó parte de la Generación del 27, y fue un poeta profundo, delicioso, fundamental. Nadie, en versos, ni Lope de vega, supo amar con tanta pasión y maravilla a las mujeres. Xabi Alonso es el motor del Real Madrid y de la Selección de España. Previamente lo fue también de la Real Sociedad de San Sebastián y del Liverpool. A su inmensa calidad deportiva, añade su señorío humano, su categoría como persona y su naturalidad y normalidad en la vida. Y Fernando Alonso reúne en su persona la admiración de toda España y del mundo, con excepción de los envidiosos de España y del mundo, que también en el mundo los hay, y no muy lejos, si sabemos superar los Pirineos. A Dámaso lo tengo en mi biblioteca y en mi mesilla, y a Xabi y Fernando en mis alegrías pasadas y recientes. Muy recientes. Los dos goles que le endiñó a los franceses del guiñol – el equipo de Francia fue eso, un guiñol al lado del español–, y a Fernando por su victoria en el Gran Premio disputado en Valencia, partiendo del undécimo puesto en la salida y cruzando la meta el primero con seis segundos de ventaja respecto al siguiente, un finlandés muy frío y bastante raro, pero gran piloto, llamado Raikonnen. Y lo hizo –figura el primero en la clasificación del Mundial de pilotos–, con un «Ferrari» que todavía no se sabe a ciencia cierta si es un «Ferrari» o un «Seiscientos» preparado de los que usaban los pijos de los años sesenta para coronar la Cuesta de las Perdices.

Esta semana comienza Wimbledon, le disputamos a Portugal la semifinal de la Eurocopa, nuestros motociclistas seguirán mandando en las tres categorías y, si las cosas van por el camino que creemos van a ir, tendremos al mejor tenista del mundo luchando por su tercer triunfo en Londres –Rolland Garros, con siete títulos, empieza a refanfinflarnos–, a la Selección de España optando al triunfo europeo, a los motociclistas avasallando, a Fernando Alonso preparando su siguiente y próxima virguería, y a los del guiñol, en su ridículo. El deporte en España. Ay, Alonsos, cómo os quiero.