Estados Unidos
La hora del balance por José María Marco
Barack Obama y Mitt Romney han culminado sus tres debates sin que ninguno de los dos haya destacado de verdad sobre el otro. Es posible que Romney lo hubiera podido hacer mejor, pero la cuestión no resulta sencilla, y no sólo porque Obama es un presidente de una envergadura simbólica gigantesca. También lo es –y esto resulta más relevante– porque lo que para Romney es negativo no lo es para Obama. Y viceversa. Por primera vez en mucho tiempo, dos candidatos presidenciales simbolizan y encarnan dos visiones del mundo que, en gran parte de los asuntos a los que se refieren, se sitúan en universos distintos, por no decir opuestos. Desde España este hecho no se percibe demasiado, porque los dos candidatos se proyectan sobre un fondo sólido de consenso nacional. En realidad, ese consenso está más resquebrajado de lo que parece.
En el aspecto exterior, más importante de lo que parece, Romney y Obama coinciden en la constatación de que la opinión pública norteamericana no podía ya aguantar la idea de continuar una política de intervención en el exterior como la del anterior presidente. Ahora bien, Obama interpreta que este deseo lleva a una necesaria reducción del papel de Estados Unidos en el mundo, mientras que para Romney esta reducción equivale a debilitamiento y pérdida de influencia. Lo que está bien para uno, es inaceptable para el segundo. (Bien es verdad que Romney no ha acertado del todo a diseñar una alternativa).
En política interior, en cambio, Romney sí ha podido presentar un programa diferente. Durante su mandato, Obama ha ido cumpliendo lo que había propuesto en su programa: unos Estados Unidos más sociales, más igualitarios, con un reforzado papel del Estado en la marcha de la economía y en la corrección de las desigualdades. Así ha ido emergiendo una sociedad que empieza a parecerse a las europeas, en la medida en que la administración invita a los ciudadanos a buscar la solución de sus problemas en el Estado. Obama está orgulloso de esta evolución, que se corresponde bien, por otra parte, con la marcha de su política exterior.
Para Romney, esto constituye una deriva indeseable. Instaura el resentimiento, la desconfianza y la perspectiva de clase en el corazón de la vida pública norteamericana. El mayor poder del Estado condenará a su país a la deuda, al estancamiento y a un crecimiento limitado y modesto. Una sociedad menos flexible y más dependiente creará menos riqueza y se ensimismará pronto. Así que Romney plantea un país sustancialmente distinto de aquel que encarna el actual presidente y con el que sueñan quienes lo respaldan. No es cuestión de dramatizar las elecciones que vienen, pero tampoco deberíamos engañarnos sobre lo que está en juego.
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