El día de las familias
Protagonismo de la femineidad
Tenemos que defender el derecho de la mujer a ser mujer, valorar la belleza de la conducta y demostrar que la educación, formativa, es más importante que la instrucción técnica
Estamos conmemorando, aunque en silencio, desde luego, el quinientos aniversario del nacimiento de San Francisco de Borja. Si atendiésemos a las razones hoy imperantes en una lógica social, resulta casi inexplicable que con los antecedentes dinásticos con que legaba al mundo, pudiera alcanzar el nivel que en la renovación espiritual de Europa le reconocemos. Su bisabuelo era un Papa, Alejandro VI, padre de abundantes hijos sacrílegos. Su abuelo Juan, primer duque de Gandía no había dudado en abandonar a su esposa para medrar en medios políticos romanos. Y había muerto a manos de sicarios a sueldo contratados por su hermano César. Por línea femenina era nieto de un arzobispo de Zaragoza, bastardo a su vez de Fernando el Católico. Con estos antecedentes ¿cómo imaginar una trayectoria como la suya?Para comprender bien el problema tenemos que recurrir a la abuela, María Enríquez, venida de Medina de Rioseco, perteneciente a aquella familia en la que figurara también la madre del rey Católico. Había sido educada, en línea con la herencia de Santa Clara y de Santa Catalina de Siena, en aquella corriente que podemos calificar de «femineidad» pues atribuía a las mujeres las funciones más esenciales de la sociedad humana, es decir, generar y educar a hijos inculcándoles el sentido de la trascendencia en todas sus funciones. Era esa misma femineidad la que hacía que a la larga las mujeres fuesen más importantes que los varones, ya que en ellas debía asentarse el conjunto de virtudes que da importancia a la vida. Acababa de vivirse una experiencia que estaba en la mente de todos: Isabel, la Reina. Titular y no meramente consorte. Es importante distinguir femineidad de feminismo al que ahora se acude. Ya que en este último se da valor absoluto a la igualdad, solicitando de la mujer la renuncia a aquellas funciones especiales, equiparándose en todo al varón. Es decir, afirmando que sólo éste disfrutaba de los valores y dimensiones que deben tenerse en cuenta. De este modo la sociedad se ve privada de algo que los ancianos de hoy recordamos muy fuertemente: ¿cabría concebir la existencia sin la madre, su valor y su capacidad de afecto? Ahora la respuesta parece afirmativa. Volvamos a nuestro personaje. Destinado a ser un día duque de Gandía, hubiera debido llamarse Juan como su padre y su abuelo. Pero María Enríquez, que había tomado las riendas de la familia, escogió el nombre de Francisco, esto es, el «poverello» de Asís. Ella iba a ingresar en las clarisas estableciendo en Gandía el convento del que sería priora hasta la muerte. A los franciscanos correspondería ocuparse de la educación del niño, destinado a ser uno de los magnates en la Corte del emperador Carlos. Así, a los diecinueve años se integra en el séquito del emperador en un momento en que Carlos contrae matrimonio con su prima Isabel, que viene de Portugal, pero es nieta como él de aquella reina que lleva su nombre. Y Francisco, como todos los que entran en el servicio directo de la emperatriz, descubre que hay en la mujer dos bellezas: la del cuerpo, que es efímera, y la del alma que se consolida y dura en el tiempo. Algo que también ahora hemos olvidado. Isabel escoge para el joven mancebo a la dama en quien más confiaba, Leonor Castro, para que sea la esposa del futuro duque, que acompaña y sigue al emperador en sus grandes empresas. Y un día trágico Isabel muere y Francisco de Borja tiene que encargarse de llevar el cuerpo a Granada, mausoleo de reyes. Es entonces cuando, ante el cadáver, pronuncia esa frase mal entendida: «nunca servir a reyes que se puedan morir». Pero esta frase es una interlocución con San Juan de Ávila, que oficia en la misa funeral y mantiene más tarde entrevistas decisivas con el gran noble. Cierto: la pérdida es tan sustancial que el emperador Carlos renuncia a contraer, como era costumbre, un nuevo matrimonio. Otras mujeres podrán darle la belleza del cuerpo, pero la del alma permanece más allá de la muerte. Es luego, en Barcelona, con el recuerdo fijo en San Juan de Ávila, que piensa como él, cuando se dan los pasos decisivos: el encuentro con los jesuitas y la subida a la empinada cuesta de Montserrat, donde se descubre el valor de las «exercitaciones espirituales» que desde Valladolid llevara a las cúspides el conocido cardenal. En Manresa, el virrey catalán, entra en contacto con el primer lugar en donde San Ignacio transmitiera los ejercicios espirituales. Y ahí está la clave: esa belleza espiritual, que también pertenece al hombre, debe ser «ejercitada», como hacen los caballeros. Francisco, viudo, se hará jesuita, viajará a Roma y será el segundo sucesor de San Ignacio. Es el quien consigue del Papa un reconocimiento oficial a la práctica de los Ejercicios espirituales. Esto es precisamente lo que ahora conmemoramos, como si se tratara de una lección fecunda, a la que hemos de mantenernos fieles si queremos construir un futuro mejor que este triste presente que se empeñan en inculcarnos desde los medios de comunicación pero que se compone de violencia, ruptura con la naturaleza y en el fondo promiscuidad que desvaloriza a la persona humana. Tenemos que defender el derecho de la mujer a ser mujer, valorar la belleza de la conducta y demostrar que la educación, formativa, es mucho más importante que la instrucción técnica. Formar a los varones y a las mujeres en lo que son, valorando su propia naturaleza. En el fondo algo que ya hace siglos San Bernardo enseñara: la cúspide de la persona humana está en la mujer y no en el hombre ya que mujer, María, es la más sublime de las criaturas.
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