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Nueva York

Mucho más que un partido de fútbol

Barcelona y Madrid se enfrentan mañana en el campo, pero la rivalidad entre ambas ciudades es también política, económica y de calidad de vida

El pan con tomate es la comida más característica. Pedirlo en la ciudad Condal es casi obligatorio. El bocadillo de calamares se sirve en cualquier bar de Madrid.
El pan con tomate es la comida más característica. Pedirlo en la ciudad Condal es casi obligatorio. El bocadillo de calamares se sirve en cualquier bar de Madrid.larazon

Barcelona
por Ricard Mas
Una ciudad siempre en el diván

Barcelona es una mujer cuarentona tumbada en el diván. No es que necesite un psicólogo, pero todavía se pregunta qué quiere ser cuando sea mayor. La cuestión identitaria, en Barcelona, es su mayor seña de identidad. Acudamos, pues, al oráculo de Google.

Sus primeras respuestas, por este orden, son: la web oficial del Ayuntamiento de la ciudad, la del F. C. Barcelona, el organismo Turisme de Barcelona, y la página correspondiente en Wikipedia. Prefiero acogerme a la televisión. Siendo barcelonés, puedo adivinar numerosos rincones de mi ciudad en la mayoría de los anuncios. Podría tratarse de Río de Janeiro, de Nueva York, incluso de una impoluta ciudad nórdica, pero yo reconozco de inmediato en la pantalla esas imágenes descontextualizadas. Una posible explicación es que, ya en 1929, Barcelona inventó el parque temático en el Pueblo Español de Montjuïc. Disney lo copió.

Existen muchas Barcelonas, en Barcelona. Está la del turista extranjero, que acude al Camp Nou y a la Sagrada Familia con igual devoción, pero acaba embelesado ante las estatuas humanas de las Ramblas. Y la del residente foráneo, por necesidad o afinidad electiva: uno sirve menús y el otro diseña o compone. De hecho, la mejor cultura barcelonesa es alternativa, creada al amparo de una cierta imagen tipo «la San Francisco europea».

Barcelona es un domingo por la mañana y sus colas ante las pastelerías, el metro atestado de gente en bañador camino de las playas de la Barceloneta, los autóctonos comiendo en restaurantes étnicos y los foráneos degustando paella y sangría son las racionalistas cuadras del Eixample, la señora Rius y su sirvienta filipina en Sarrià, o el mantra etílico por las estrechas callejas de Ciutat Vella.

Aún recuerdo al ex alcalde Clos bailando en lo alto del camión amplificador de Carlinhos Brown mientras la ciudadanía esnifaba rayas de coca en los capós, y al mismo alcalde ordenando a la gente que saliera «meada» de casa. Barcelona es… una ciudad desbordada por su propia realidad.



Madrid
por José Aguado
Madrileños de todo el mundo


La primera vez que llegó, en coche, dio varias vueltas por la M-40, y después varias por la M-30, hasta que consiguió enfilar hacia el centro urbano.

La primera vez que iba a volver a su casa, en tren, llegó a Atocha con prisa, se subió al vagón, respiró, se relajó y diez minutos después, la megafonía anunció el fin de trayecto: Chamartín. Se había equivocado de dirección y se prometió a sí mismo que nunca contaría esta historia.

Esperaba un Madrid como las canciones de Sabina y se encontró que tenía que pasar exámenes de selección para poder compartir una casa con más gente. Y eso que juró y perjuró que no tenía enfermedades contagiosas. Logró alquilar una casa de 35 metros, si contaban también las zonas comunes, porque enseñó su beca bien remunerada, pagó dos meses por adelantado y otros dos de fianza. Poco a poco se fue adaptando: se iba con la multitud que corría en el Retiro los sábados por la mañana, con la multitud que compraba cosas en el Rastro los domingos, con la multitud que cogía la línea uno a las 8:00 los lunes, con la multitud que iba al fútbol, con la multitud en los bares de Malasaña, con la multitud de alguna manifestación. Hubo un día laborable que encontró dos sitios libres en el metro y, la verdad, se sintió solo.

Le costó conocer a un madrileño y empezó a pensar que no existían: la gente de Madrid había nacido en Asturias, en Palencia, en Ecuador, en Rumania, en Ávila. Y él que pensaba que Madrid y los madrileños eran otra cosa más fácil de localizar, eso de lo que hablaban en los periódicos y en radios: ese Madrid, como concepto, que ataca a otras Comunidades, el del centralismo, el enfadado con el mundo. Pero no los encontró.

Y un día que hubo huelga de metro cogió el coche, tuvo que desviarse por una obra sin avisar y se metió en José Abascal. El atasco. Tomó aire, subió la música y cuando vio que los coches no avanzaban pese a que estaba el semáforo verde, dio al claxon. Y sí, entonces se sintió madrileño.